Opinión

Sociedad contagiada

Por favor que hay alguien pare este tren, que yo me bajo. Tengo miedo a quedar infectado, y a que la única salida para mí y los míos sea retirarnos y vivir aislados y a salvo de esta moderna sociedad que solo dispara peligros y excrementos contra sus miembros, pobres víctimas enjauladas entre los barrotes de la gran sentina. Por favor, no quiero más sobresaltos matutinos, no quiero levantarme de la cama con relativo buen humor, y caer abatido al instante tras escuchar la radio o leer la prensa del día. ¡Por qué no nos dejarán en paz de una puñetera vez!; me doy cuenta de que esta comunidad está enferma cuando un hijo de ocho años, camino del colegio de la mano de su padre, le pregunta a éste qué es eso de la corrupción con la mayor naturalidad. ¿Cómo puede un niño de esa edad interesarse por eso? ¿Hasta tal punto estamos invadidos de esa enfermedad, que un mocoso de ocho años pregunta por ella como si preguntase por la comida que le van a poner ese día en la mesa? Por favor, no sigan por ese camino, o mejor dicho, no nos lleven al resto por ahí directos al abismo. Hay enfermedades que, como ésta, no atacan al organismo, no son curables con analgésicos ni antiinflamatorios; son esas dolencias que impiden el buen humor, que exacerban ánimos y ponen a la gente en continuo estado de cabreo. Son alteraciones de la salud anímica y espiritual que padecemos por contenernos ante tanto latrocinio e inmoralidad. Podemos parecer sanos a simple vista, pero basta con cruzarnos un par de frases para descubrirnos afectados por el mal. El foco infeccioso es difuso, se diluye y se esconde detrás de las bambalinas del poder hipócrita. Los síntomas iniciales de esta dolencia no son fáciles de identificar, y pueden confundirse con un episodio aislado de corruptela. Nada de lo que preocuparse a simple vista. Pero este es el primer error: minimizar el riesgo de ese primer ataque, pensar que el resto de miembros de los estamentos del poder están impolutos y no son transmisores del virus de la malignidad. Sin que apenas nos demos cuenta nos sobreviene un segundo ataque. Ahora los invasores ya vienen en grupo, y las víctimas pasamos de sentir ciertas molestias matinales a notar un emergente dolor. Aún es un dolor soportable, aún no paraliza ni invalida, pero te agria el buen humor. Sucede, ¡qué sé yo!, cuando escuchas a todas horas que has de arrimar el hombro, y que tenemos que hacer grandes sacrificios para compensar el despiporre que nos corrimos en este país años atrás, y de repente te enteras de que los que nos piden esos esfuerzos gozan de las mismas prebendas, sobresueldos, y hasta se les aparecen coches de lujo en el garaje con la mayor naturalidad. Con la misma naturalidad con la que el niño de ocho años preguntaba qué era aquello de la corrupción. Es un momento extremadamente delicado para nuestra salud, porque el mal está en plena expansión, y si no ponemos coto de inmediato la pandemia es inevitable. Nos llaman a la serenidad, ¡que no cunda el pánico!; aparecen como bálsamo planes de transparencia y códigos de buenas conductas por doquier. Pero todo es apariencia. El virus ha devenido mortal. Ha mutado, se retroalimenta en su maldad e invade las pocas células benignas que quedaban, como invade la inmoralidad a partidos, sindicatos y patronal. La más reciente analítica muestra que los ánimos sociales están necrosados. Nos dan los resultados al tiempo en que conocemos los desmanes indecentes de honorables en Bankia. Pura casualidad en el tiempo. Pero, por si acaso, que hay alguien pare este tren, que yo me bajo. Y que alguien nos diga el lugar en el que han dado con la vacuna a esta maldita enfermedad, tan familiar, que hasta los niños de ocho años parecen hablar de ella con la mayor naturalidad.

Te puede interesar