Opinión

La letra sentida

La canosa pareja que tuvo que contener las lágrimas al contemplar en papel la fotografía que les había sacado Amador Iravedra en un parque de A Coruña se sorprendió al enterarse de que la historia de la imagen había acabado el sábado en una columna de La Región de Ourense. “Se la leyó el sobrino porque ellos no saben y comentaron que era muy bonito, emocionante. No saben leer, pero saben sentir de corazón”, resumió el fotógrafo que ultima la exposición “15007 Stranger things” en y sobre un barrio obrero.

“En la era de la IA hay 4.000 ourensanos que no saben leer ni escribir”, decía el titular a la manera del viejo y buen periodismo.

La compañera Elisabet Fernández publicó el domingo un reportaje de los que percuten el lagrimal. “En la era de la IA hay 4.000 ourensanos que no saben leer ni escribir”, decía el titular a la manera del viejo y buen periodismo. La historia de la docena de alumnos que cursan en el cole el nivel uno de Epapu (educación para personas adultas) con la esperanza de poder leer y enviar un mensaje de texto o sacarse la ESO para conseguir un trabajo mejor corrobora que “nunca es demasiado tarde”, como repiten los entrevistados. Si el reportaje no ha caído en sus manos, búsquenlo en la web. Es una de las cosas buenas de la era tecnológica: no se puede envolver el pescado con el periódico del día anterior, pero permite pescar una crónica atrasada sin importar la hora del día ni el día del año.

Es una de las cosas buenas de la era tecnológica: no se puede envolver el pescado con el periódico del día anterior, pero permite pescar una crónica atrasada sin importar la hora del día ni el día del año.

Ser analfabeto no desmerece. Gracias a jornadas de trabajo sin pausas ni descanso a la edad de la escuela, las siguientes generaciones pudieron estudiar hasta licenciarse y doctorarse. Lo sufrió buena parte de la emigración del siglo pasado. Una de las personas más espabilada que se ha cruzado en el camino del chófer de anécdotas fue Manuel, un jornalero de Terra de Soneira, que sin saber leer ni escribir emigró a Venezuela, donde conocía el idioma, y después a Suiza, donde entendía lo mismo que en Caracas delante del cartel de una calle pero no podía pedir una cerveza en un bar sin ayuda. Se comprometió a enseñar la habilidad de cargar pesados troncos sin destrozar la espalda a cambio de aprender a escribir su nombre. Después apareció en el reportaje de una compañera sobre emigración y analfabetismo. Manuel lloró como el niño al que no dieron escuela cuando su hija le leyó su historia en el periódico como hacían en la tele.

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