Opinión

Cuelgamuros de nuevo

Los familiares de dos hermanos republicanos, enterrados en el mausoleo del mal llamado “Valle de los caídos”, han conseguido que la justicia autorice la exhumación de sus cadáveres. Mo obstante, Patrimonio Nacional se obstina en obstaculizar el cumplimiento de la sentencia. De nuevo la revisión de la memoria histórica tropieza con las incombustibles ataduras del franquismo. Una vez más los vencedores de aquella tragedia fratricida siguen poniendo la bota militar sobre los sentimientos de las familias que, como la mía, fueron víctimas de la intolerancia habitual del golpe de Estado y de la longevidad del dictador.

A estas alturas, con casi tres generaciones de la guerra del 36 desaparecidas, la memoria debiera de ser un simple y ecuánime capítulo de la Historia, los símbolos de la dictadura deberían estar podridos en cualquier basurero y los monumentos rehabilitados para la vida civil o religiosa sin ninguna connotación de exaltación de aquella barbarie. No obstante, la faraónica construcción de Cuelgamuros sigue llamándose “El valle de los caídos” y siendo un mausoleo para mayor gloria del franquismo y de su fundador. Incluso la propaganda residual de la dictadura ha tratado, como escribió Victoria Prego en 2006 con bastante fortuna, de convertirlo en un “lugar de reconciliación y paz”. 
Nada más lejos de la realidad. Allí, además del dictador y del fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, desde 1958 descansan unos cien mil cadáveres de los que más de treinta mil están identificados y se calcula que un 40% son de republicanos víctimas del golpe militar. La mayoría trasladados sin el consentimiento voluntario de las familias.

Es falso que Franco decidiera esa compañía de sus víctimas como un gesto de reconciliación. Están allí como salvaguarda -eso pensaban él y sus colaboradores-, de los propios restos y de la memoria de la gesta heroica que consideraban haber vivido. Permanecen por un interesado propósito de permanecer impunes a la ira o la venganza de los vencidos. Y, tal como transcurre el tiempo y la salvaguarda que del monumento hacen los gobiernos de España, lo están consiguiendo.
No es de recibo que transcurridos cuarenta años de democracia no se hayan borrado todos los símbolos de tan negro pasado, decidido la evacuación de semejante cementerio, entregados a los familiares aquellos restos identificados –incluidos los cadáveres de Franco y José Antonio-, depositados en una fosa común los anónimos y dejado a los benedictinos el monasterio para simple función religiosa y curiosidad de los turistas. Y, por supuesto, cambiado el nombre devolviéndole la simpleza del topónimo tradicional: Cuelgamuros.
Pero ya vemos, por las trabas al cumplimiento de la sentencia sobre esos dos cadáveres allí secuestrados o por el enterramiento de Carmen Polo en El Pardo, que las ataduras del franquismo no están dispuestas a firmar ningún armisticio.

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