Opinión

La viga y la paja

Si hoy yo fuera parlamentario, mañana saldría a la palestra para leerle al pleno “Las palabras en la arena”, una obra de teatro donde Antonio Buero Vallejo, represaliado y encarcelado por el franquismo, criticó la hipocresía de la vida política durante el régimen del dictador. La respuesta, desde las bancadas conservadoras y de extrema derecha habría de ser el improperio, la descalificación y la acusación de actuar como sectario de izquierdas. Yo tendría que aceptarlo y, en consideración al tradicional sello de ser ellos gente de bien, de orden y cristianos practicantes, en la réplica les conminaría a leer el Evangelio según san Juan, capítulo 8, que Buero tomó de referencia para escribir su obra. Me refiero al pasaje conocido como “Jesús ante la mujer adúltera”, donde Cristo escribe en la arena la famosa frase: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Los escribas y fariseos, dispuestos a lapidar a la buena mujer, escaparon en desbandada.

He tomado esas dos referencias, una próxima y otra remota, porque tanto la obra de Buero como la enseñanza del Nuevo Testamento señalan a la hipocresía política y religiosa como un defecto endémico de nuestra especie. Una lacra que el parlamentarismo soez de la presente legislatura está elevando a la categoría de éxito mediático y poniendo en peligro la convivencia democrática. La corrupción política blanqueada con la hipocresía nos viene de lejos. No ha existido ni un solo periodo de la historia peninsular sin su existencia. Podría remontarme a Xelmírez, a los Reyes Católicos, al cardenal Cisneros o regodearme con el primer duque de Lerma, con el conde duque de Olivares, con Godoy, con María Cristina de Borbón, su hija Isabel II y todos los Borbones que han reinado hasta llegar a Juan Carlos I, deteniéndome en Nicolás y Francisco Franco. Junto a ellos han triunfado pillos desde Roldán a Koldo, los ministros de Aznar y los consejeros de Esperanza Aguirre que han dormido en las cárceles del reino, los Barcenas, Barberá, Camps, Correa, Crespo, Villarejo…, complementados con las abultadas comisiones del hermano de Díaz Ayuso y los amigos del primo de Martínez-Almeida... La lista resulta agotadora y nada ejemplarizante.

La era Sánchez, que puso fin al descalabro político de Rajoy y pareció cerrar el capítulo de la financiación ilegal de los partidos, no había de librarse de la peste tradicional. El caso Koldo o de las mascarillas ha irrumpido en un momento de crispación monumental destapando el aprovechamiento de los pescadores en el río revuelto de la covid-19. Estamos ante una trama empresarial, organizada por pícaros a la sombra de la confianza de algunos políticos, a la que la Justicia deberá poner nombres, condenas y punto final. Lo que no podrán hacer los tribunales será limpiar la hipocresía de quienes ven antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Dos años después de clausurada la pandemia, la ciudadanía tiene la certeza de que el desconcierto político y administrativo de aquellos malos momentos ha vuelto a llenar los bolsillos de los herederos de Lázaro de Tormes. Y yo estoy seguro de que si se amplían las investigaciones a todas las comunidades autónomas no tardaremos en ver escritas las palabras en la arena y a los hipócritas huyendo en desbandada.

Correspondería a los dos grandes partidos hacer uso de la responsabilidad que se les supone, abandonar la política de barricadas y aportar a la vida pública la serenidad y honradez que nos deben. Pero no sucederá porque ha vuelto García Berlanga con su “escopeta nacional”. O quizás es que no se ha ido nunca.

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