Opinión

Lo que hay de lo mío

El rey republicano” es un cuento que escribí décadas atrás. Hice una corta edición no venal para felicitar las Navidades como acostumbraba por entonces. Sucedió que en El País se hicieron eco de él, ilustrándolo con una gran caricatura de Juan Carlos I. La broma llevó a Casa Real a pedirme un ejemplar. Por las fiestas de Santiago, en un cóctel coincidí con el rey. Sorpresivamente me aseguró que le había hecho gracia la historia pero pensaba que sería más punzante. Hablamos. Entonces me aseguró que los peligros para la monarquía no iban a venir ni de los republicanos ni de los socialistas ni de los nacionalistas, que los enemigos los tenía más cerca: en los residuos tradicionalistas. De ello fueron testigos en aquel corro, copa en mano, Tuis Toxo, Carlos Nieves y algún otro político amigo, quienes no dirán que miento. 

Ciertamente la monarquía parlamentaria, que nos sirvieron como mal menor los padres de la Constitución, se afianzó gracias al respaldo que Juan Carlos recibió del PSOE y hasta del PC de Carrillo. Puesto que la UCD fue una entelequia circunstancial y la AP de Fraga nació con las bisagras oxidadas. Es cierto que, durante aquel dilatado periodo de la transición y joven democracia, el rey fue tachado de traidor (a la dictadura que lo había aupado al trono) por la extrema derecha impopular y por los residuos franquistas del ejército. Con todo, hasta dónde me alcanza la memoria, rara vez escuchamos a Juan Carlos -excepto la noche del 23F- utilizar la Constitución del 78 como escudo de la monarquía. Se daba por bueno que la Carta Magna permite la pluralidad, la convivencia de las lenguas y culturas, propicia la diversidad territorial y hasta la disconformidad con la propia Constitución y la forma política del Estado. La monarquía, por tanto, parecía estar a salvo so pena de errores garrafales o incapacidades manifiestas. Juan Carlos cayó en el pozo tradicional de los Borbones pero su casa se movió a tiempo de salvar los muebles con una forzada abdicación, que algún día servirá de argumento a una novela de intrigas familiares.

En este año que termina la Constitución ha dado masa para diferentes tipos de panes y peces políticos. Calculo que ha conseguido más titulares que nunca. Hasta el extremo de que Felipe VI la ha elevado a protagonista de su discurso anual. De todos los leídos durante su corto reinado considero que ha sido el mejor escrito. Lo cual no quiere decir que haya sido acertado. Aunque, la verdad, este monarca de momento no se distingue por su destreza argumental, como ya ha quedado de manifiesto en otras oportunidades históricas. En esta ocasión navideña me ha recordado a esos políticos que, ante los cambios, van preguntando por los pasillos: ¿qué hay de lo mío? La diferencia es que el monarca, en estos tiempos convulsos, vino a contarnos lo que hay de lo suyo: la Constitución inamovible. No procede pedir que Felipe VI sea progresista, como en algún momento se pensó que lo fuera su padre. Por razones de estatus, de crianza y hasta de clase, se entienden sus tendencias conservadoras, pero no debe olvidar que la corona tiene la obligación de ser, ante todo, independiente y no jugar las cartas en el tablero político y menos si corre el riesgo de caer en apariencias partidarias. 

Pringarse en la batalla por no enmendar una Constitución que en su Título II -De la Corona-, del artículo 56 al 65, parece un cuento de Navidad anacrónico, adecuado para una monarquía del siglo diecinueve, no ha sido una buena idea para felicitar “al pueblo” las fiestas. Ahí queda. Feliz 2024.

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