La fiebre del oro vacía los joyeros

Todo comenzó en una comida familiar, antes de la sobremesa. Manolo contó al resto de los comensales como había conseguido unos euros extras por vaciar el trastero. “Me había comentado un compañero de la oficina que en un tienda de la plaza de Vigo compraban objetos usados y ese fue el impulso que me faltaba para hacer limpieza general y buscar sitio en el trastero para otras cosas que ya molestan en los armarios del piso”.
Llevaba varios meses amenazando a sus hijos con tirar al contenedor del papel todas las cajas de apuntes de la carrera y los libros de E.G.B; ellos le daban autorización para deshacerse de cuanto allí estuviese, pero Manolo nunca se ponía manos a la obra.

Era el momento y, tras una consulta previa, “para no llenar el coche de cachivaches que no le interesasen al de la tienda”, dedicó una tarde nubosa de julio para hacer el traslado del desván a la tienda de segunda mano. “Me compró un lámpara de pie, dos candelabros, una mesa auxiliar y una estantería”, relataba a sus compañeros de banquete.

“Le quise colocar la cuna de los niños (que ya no son tan niños y ya le han hecho abuelo), pero no la quiso. Ni eso, ni los libros del colegio”, añadía. “Supongo que tendrán que poner el límite en algo porque en esa tienda puedes encontrar de todo; desde el vestido de una novia hasta varios modelos de videoconsolas. Me dijo el dueño que las tiendas de compraventa han aumentado su actividad más de un 50% desde que comenzó la crisis”.

Manolo adornaba su relato con detalles que no despertaban el interés de sus compañeros de mesa, hasta que una de sus sobrinas lo interrumpió con la pregunta que casi todos se estaban haciendo. “Pero, ¿cuánto te pagaron por todo?”. “Me dieron 85 euros”, respondió con orgullo. “Si tuvieses que llamar al Ayuntamiento para que viniesen a recogerlo, no me daban nada y me causaba más molestias”, añadió viendo que el resto de los comensales “no valoraban como merecía” su visión de negocio.

Y, como era de esperar, del otro lado de la mesa surgió quien presumía de haber cerrado una operación más provechosa. Maribel, su consuegra, echó mano del joyero para cerrar una venta más ventajosa de lo que pudiese imaginar. “Tenía que ir buscar un reloj que había dejado a reparar y aproveché la visita para llevar las piezas que llevan años en el fondo del joyero: dos pendientes, una sortija rota de mi hija y el trozo de una gargantilla que me sobró cuando la reciclé para hacer una pulsera”, relataba despertando en la mesa más interés que Manolo.

“Lo pesó todo y me dijo que eran algo más de quince gramos; me dijo que estaba a 18 euros el gramo y me pagó 280 euros”. Era mucho más de lo que podría imaginar y, como no era una venta premeditada, fueron unos “ingresos extra” totalmente inesperados.
La historia de Maribel encendió una bombilla en la cabeza de Maruja, que mientras escuchaba ya estaba haciendo cuentas mentalmente.

Sus cálculos le decían que ella también podía hacer su agosto y no iba a renunciar a ese dinero aparentemente fácil. Dedicó la mañana del lunes a rebuscar piezas susceptibles de ser vendidas y se echó a la calle con paso firme hacia la tienda de compra-venta de oro que abrieron hace unos meses al lado del banco.

Tras la mampara de cristal esperaba un hombre vestido de manera impecable y peinado a golpe de gomina. Ella sacó del bolso una minúscula caja y puso sobre el mostrador su particular tesoro. Un pendiente de oro que le habían regalado sus hijos (“el compañero se perdió hace años”), un sello de infancia de su hijo mayor, una esclava grabada con el nombre de su hija, una sortija rota en tres pedazos y una medalla con el grupo sanguíneo que su hijo nunca llegó a colgar del cuello.

Expuesto el material sobre la mesa y antes de que llegase a ponerlo a disposición del potencial comprador, este tomó la iniciativa desde el otro lado del cristal. “¿Es la primera vez que vende oro?”, le preguntó para romper el hielo. “Sí”, dijo ella sin dar más explicaciones. Él, quizás en un intento de ganar la confianza de su clienta novata, hizo un ejercicio de transparencia y le explicó en menos de un minuto todo el proceso.

“Lo primero que vamos a hacer es pesar las joyas en esta balanza de precisión, que ofrece todas las garantías porque es revisada periódicamente por los agentes de la policía. Tras el pesaje, analizaremos la pureza del oro. Frotamos cada pieza en un imán especial y marcamos una línea antes de limpiarla con un ácido especial que determina la autenticidad y los quilates: de 10 a 14, de 18 o de 20 a 24. Cuando la pieza no es de oro, sino que está bañada o es goldfiel, la línea se borra”, explicaba el antes de depositar las joyas en la pesa. “El precio varía en función de la calidad, por eso tenemos que analizar cada pieza.

Y esta prueba con ácidos no es definitiva; ya me he encontrado con anillos y pulseras que consiguen superar la prueba del liquido y después descubrimos que no son de oro. Para evitar problemas, si el cliente decide vender, le pedimos una fotocopia del DNI, cuyo número se inscribe en el registro oficial y se adjunta a las piezas”.

El pesaje
La explicación finaliza cuando en la pantalla digital de la báscula aparecen marcados los 21 gramos “con unas décimas”. Antes de retirar las piezas para comprobar los quilates, el hombre muestra a Maruja el resultado del pesaje. Las pruebas de ácido son más rápidas de lo previsto y determinan que la medalla con el grupo sanguíneo es de menor calidad que el resto.

“Teniendo en cuenta que por esta pieza no le puedo pagar tanto como el resto, el precio por todo sería de 315 euros”. Aunque a ella ya le parecía un negocio redondo, Maruja puso cara de insatisfacción porque ella es “de las que regatea hasta en el Corte Inglés”. Antes de que pudiese emitir una queja, el dependiente se adelantó. “No hay ningún compromiso, señora. Puede ir a otras tiendas y ver si le pagan más. Nosotros nos regimos por una cotización y yo no puedo ofrecerle más”.

Ella aprovechó este ofrecimiento y, “como no tenía otra cosa que hacer en toda la mañana”, acudió a otro de estos establecimientos especializados en la compra de oro. En el centro de Santiago hay varios en un radio inferior a los quince minutos a pie. El ritual es parecido en todos. Pesaje, prueba de líquidos y oferta. Su segundo postor subió hasta los 330 euros, pero ella prefirió acudir a una tercera tienda (“a tiempo de volver estoy”). Y en esa fue la parada definitiva. “Le doy 365 euros si me lo deja ahora; mañana el precio puede ser distinto porque varían las cotizaciones”, le dijo la chica que atendía tras la mampara. “Muy bien, lo entrego”, dijo Maruja para dar por cerrado el trato.

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