La Alameda volvió a ser el campo de operaciones en el que unos 200 jóvenes organizaron el botellón

Alcohol, ingesta, descontrol y suciedad

La ingesta de alcohol despejó en algunos el miedo al ridículo. (Foto: Miguel Ángel)
Una madrugada más, botellón, y de nuevo en la Alameda. La noche y la sed reunieron el sábado a unos 200 jóvenes que hicieron de la plaza su bar. Con alcohol bastante para resistir un embargo comercial a la ciudad, ingirieron rápido y en cantidad. Entre medias, gritos, descontrol, orines y vómitos en el entorno.
Tal vez el agua esté bien, pero el whisky, el ron, el vodka, la ginebra... son más rápidos. Y el botellón es en esencia una carrera de velocidad, un maratón corrido a ritmo de 100 metros lisos, llevando en la mano un vaso de litro. No se va a un botellón, desde luego, y no se bebe. En líneas generales, por supuesto, ya que existe un leve, pequeño, ínfimo, invisible margen a la excepción. Lo que puede deberse a que no les gusta, a que ya son ex bebedores, o a que aún son muy pequeños para sostener el vaso. Cabe la posibilidad de que el viernes les dejase el hígado inservible.

Lógicamente cuando se bebe y posteriormente se pierden los papeles. Eso ocurre. Se pierden todos o buena parte. Va todo unido. Botellón más borrachera, igual a descontrol.

Este sábado volvió a confirmarse la infalibilidad de esta fórmula. El escenario, como casi siempre, fue la Alameda, que con el tiempo ha adquirido el ambiente familiar de una habitación más, anexa a la casa de centenares de jóvenes. Esto les ahorra a muchos padres el armario que antes había que consagrar al mueble bar. Si alguien quiere beber no tiene más que bajar a la plaza. Hay una amplia selección de alcoholes. Las nuevas generaciones de bebedores poseen gustos variados.

A partir de las once de la noche las hordas comenzaron a llegar en procesión, enfiladas, como si se dirigiesen a los Milagros. A esa hora todo parecía orden, incluso silencio, aunque sólo se trataba de un espejismo, pues en pocas horas el perímetro iba a quedar arrasado. Los chicos de la botella no estaban más que buscando sitio y empezando a ubicarse. Apenas había arrancado la ceremonia de calentamiento. Se abrieron las botellas, se ordenaron en fila los vasos. En algún sitio está escrito que no conviene que tengan una capacidad inferior a un litro, salvo la irrisoria excepción en que contienen 250 centilitros. Luego echaron los hielos, realizaron las mezclas. ‘Cárgalo más, macho’, dijo un joven en uno de los grupos. Y empezó la carrera.

Exorcismo perfecto de sábado noche


Hay algo de sagrado en la disposición con que se ordenan las botellas y los vasos, igual que el fontanero que llega a la avería, despliega la caja de herramientas y saca la llave de escuadra. En realidad los muchachos disponen el equipo más bien como si fuesen a organizar una sesión de santería. Y después un exorcismo, pues a medida que se empina el vaso, sale fuera poco a poco lo peor de uno mismo. Hay grupos de 20, de 25, pero también de cinco, incluso de dos. En esa compañía, la noche se fue templando, y modificando su volumen. A partir de cierto minuto sólo si se grita se hace uno entender. Superada la copa de reconocimiento el mecanismo está perfectamente engrasado. ‘Llena’, ordenó alguien en una de las pandillas, como si estuviese hablando del depósito de gasolina.

Finalmente se formó un botellón nutrido. Doscientos gargantas. Se grita. También se corea una hazaña que tiene que ver con derrotar un vaso de un trago. A partir de las dos se hace mucho el ridículo. Todo se desbarajusta. Cuando la bebida se acaba, hay más. La Alameda es un depósito de alcohol, desorden y suciedad. Porque beber activa otras funciones del organismo que dejan el perímetro arrasado, maloliente. De algún modo hay que exorcizar la ingesta. Muchos no pueden elegir y vomitan. Basta acudir a las ocho de la mañana y contemplar el patatal. El exorcismo perfecto.

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