El lobishome de Regueiro: ¿Una muerte en silencio o una bala perdida? (III parte)

Cartel de la última película sobre Romasanta.
El 26 de diciembre de 1853, un equipo de facultativos de la Audiencia de A Coruña remitió un informe ratificando que Romasanta ni estaba loco ni era un imbécil ni tenía privadas sus capacidades mentales sino que, por el contrario, era un perverso y sanguinario criminal de tal suerte que el reo era consciente, culpable y por completo dueño de sus actos.
Es un perverso, consumado criminal, capaz de todo, frío y sereno, sin bondad y con albedrío, libertad y conocimiento; el objeto moral que se propone es el interés; su confesión explícita fue efecto de la sorpresa, creyéndolo todo descubierto; su exculpación es un subterfugio gastado e impertinente; los actos de piedad una añagaza sacrílega; su hado impulsivo una blasfemia; su metamorfosis un sarcasmo’, concluyen los doctores.

Sin embargo, el letrado Manuel Rúa Figueroa se convirtió en el mejor defensor del alobado y bregó por él con entusiasmo, habilidad y mucho compromiso hasta salvarle el pescuezo. Obtuvo una primera sentencia que tornaba la pena de muerte por la cadena perpetua pero en noviembre de 1854 la propia Audiencia volvía a imponerle garrote añadiendo a las nueve muertes la del alguacil leonés, un delito pasado y descuidado del que también se le hacía responsable. En todo caso, el epílogo de este cuento de miedo es todavía más paradójico.

Sin embargo, en medio de aquel complicado ir y venir de requerimientos, un profesor de electrofísica de origen británico llamado Philips emitió las conclusiones de un estudio al que sometió al reo hallándole loco de remate. Y Rúa se agarró a aquel testimonio a sabiendas de que la propia reina Isabel II estaba muy interesada en el caso y había ordenado que la sentencia no se ejecutara sin su conocimiento.

Las conclusiones del estudio fueron para Romasanta tan positivas que, finalmente, y tras una espléndida carta firmada por Rúa Figueroa a la joven Reina en la que la habilidad del letrado le permitió llegar al corazón de la Soberana, Manuel Blanco Romasanta fue condenado a cadena perpetua tras ser suspendida la sentencia de muerte en un nuevo dictamen dado en A Coruña el 9 de noviembre de 1854.

El hombre lobo de Allariz pasó a la prisión de Celanova donde le esperaba confinamiento para el resto de sus días. Pero nadie sabe ni dónde ni cuándo ni de qué modo falleció el lobishome. Algunos estudios como el firmado por Alfredo Cid consideran que Romasanta murió en prisión muy pocos meses después de su ingreso. A partir de 1854 cuando Isabel II firmó su indulto, cae sobre la historia un manto de silencio de tal modo que la de Romasanta es una historia inconclusa. No hay documentos, partidas de defunción, consignación alguna en el ministerio de Justicia ni en la dirección general de Prisiones de su suerte. No hay huella en ningún archivo de lo que le aconteció, y el colofón de este cuento de miedo es más fruto de la leyenda que de la propia realidad.

Nada más llegar a juzgado de Verín donde cursó su declaración, se dice que sentado en un banco y encadenado, Blanco Romasanta suspiró ante la vista de sus custodios. ‘Ah -dijo en voz baja- se me volvera lobo’. Un vigilante se irguió amenazador y cargando su carabina le recriminó con estas duras palabras. ‘Pois anda, atrévete a volverte lobo’. Romasanta suspiró otra vez y respondió: ‘Ah señores, si eu fora lobo agora, non había bala que poidera matarme’. Pues quizá algo de eso ocurriera.

Se dice que, pocos días después del ingreso en la cárcel de Celanova, unos guardianes del presidio -instalado entonces en mitad de la hermosa villa- se le presentaron en la cárcel y lo sacaron a la luz de la luna para probar si era capaz de alobarse, como decía. A alguien se le escapó entonces un tiro y Romasanta cayó muerto. Cavaron una fosa, lo enterraron, pusieron sobre ella un objeto sagrado para que no saliera y se perdieron en la oscuridad.

La historia de una maldición


Cuando Blanco Romasanta fue detenido en Nombela tras ser reconocido por tres peones naturales de Laza que acudían a Castilla para trabajar en la siega, y transportado con urgencia a Galicia para ser juzgado, pasó varios días en los caminos de vuelta en compañía de los números de la recién nacida Guardia Civil que le dieron captura y escolta. Fue con ellos con los que comenzó a sincerarse y a referir por primera vez, y ante la sorpresa de los atribulados agentes, la suerte de maldición que padecía y bajo cuyos efectos había cometido las atrocidades que la Justicia le demandaba. Más tarde, esa misma versión de los hechos fue la que el alobado mantuvo durante la vista que se celebró en Allariz, y de la que salió sentenciado a recibir garrote.

Acusado del asesinato de nueve miembros de las familias García Blanco y Rúa, con cuyas mujeres se supo había estado unido incluso sentimentalmente en Rebordechao, Romasanta refirió que en 1839, cinco años después de quedarse viudo, fue aquejado de una clase de maleficio que le impelía a mutarse en lobo.

Y que bajo tal apariencia, padecía la necesidad irrefrenable de desgarrar y devorar a todo el que aparecía a su alcance. Confesó que el mal ya estaba dentro cuando mató al alguacil de León, y que pasó mucho tiempo en correrías nocturnas con dos sujetos de los que apenas dio datos, un tal don Genaro que era valenciano, y otro al que llamó Antonio y que dijo ser de Alicante.

Los tres, tornados en lobos, recorrían bosques y corredoiras atacando a aquellos que se cruzaban en su camino y devorándolos más tarde, fueran hombres, mujeres e incluso niños. El reo confesó durante la vista que el fado que le perseguía le abandonó el día de San Pedro de 1852, el año en el que fue definitivamente capturado.

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