Relatos en la lejanía

"Orense es un pequeño Londres"

Desde siempre guardo en mi memoria un sentimiento de agradecimiento por lo años de formación que pasé en el Centro Provincial de Instrucción. Así reza esculpido en su fachada de granito el hoy Instituto Otero Pedrayo en la calle Padre Feijoo, cercano al Posío, y que cuando yo estudiaba se denominaba Instituto Nacional de Enseñanza Media. Mis dos primeros años los estudié en la Academia Villar, de la que entonces era el director don Vicente Bóveda Iglesias, como ya he dicho en algún relato.

Cuando inicié mis estudios en el Instituto, el director era don Juan Saco Maureso, persona honorable, profesor de Latín, y que era autor de un texto que contenía gramática, verbos, declinaciones, con fragmentos de Cicerón, de César, de Ovidio, etc. con un pequeño diccionario que facilitaba la traducción. Le recuerdo como hombre serio, honesto y muy responsable.

En los primeros días fuimos llamados varios alumnos relacionados con manifestaciones artísticas para tratar de promocionar en el Instituto diversas actividades. Se formó en poco tiempo un coro con una selección de voces que matizó al final el señor Jaunsarás, canónigo de la Santa Iglesia Catedral, musicólogo y perfeccionista exigente. Y también un cuadro de declamación y teatro que dirigía Luis Madriñán Neira.

Tuve gran suerte con la pléyade de profesores muy importantes, aparte del citado Juan Saco, Jaime Colemán, María Teresa Delgado, Ferro Couselo, Alfonso Vázquez Martínez, Rogelio Vázquez Ascariz, José Amengual Ferragut, Joaquín Lorenzo, Jesús Soria, Souto Vila... Luis Brull, catedrático de Historia, con sus gafas empañadas, enfundado con su abrigo “gales”, así nos saludaba cuando entraba en clase mientras se limpiaba sus gafas y se acomodaba, con su frase que se hizo popular: “Orense es un pequeño Londres”. Y era porque, entonces, las nieblas muy densas llegado el invierno invadían nuestra ciudad, de tal manera que era imposible reconocer a quien se cruzaba contigo. Éstas solían ser persistentes y duraban dos o más días. Eran días muy fríos en los que aparecían los sabañones en manos, pies y orejas de muchos.

Por fortuna para todos, las nieblas han desaparecido y Ourense se asemeja menos a Londres, donde, según Julio Camba, los ingleses salían con sus camisas impecables blancas y al poco tiempo éstas ennegrecían debido a la humedad y la carbonilla del humo de las fábricas.

Por circunstancias, en varias ocasiones las clases se suspendían por celebraciones o acontecimientos de entonces. La euforia nos llevaba a todos los alumnos que tomaban la iniciativa a organizar una manifestación, golpeando libros, carteras o carpetas con canciones populares. Los vecinos se asomaban a balcones y ventanas, las voces resonaban por la calle de Colón, en la que ya no cabía nadie más. Nos dirigíamos a la Plaza Mayor, con los cursos superiores, 6º y 7º, en cabeza. Antes de finalizar la calle de Colón los gritos se hacían más ruidosos. El palmeo de carteras y libros se acentuaba, entrabamos en la calle Moratín y repetíamos sin cesar el grito de “Pincholin, barriga de verme”, sobrenombre con el que se conocía a un barbero bajo, barrigudo y colorado que ejercía su digno oficio en un pequeño local situado entre Cárcel de Corona y el edificio que ocupaba bazar Outeriño, pegado a la Casa Consistorial, justo enfrente de la puerta principal del Museo Arqueológico de Obispo Carrascosa, antes Palacio Episcopal.

El barbero, con su bata blanca y empuñando una navaja de afeitar en una mano y en la otra una correa que servía de asentador donde se supone daba los últimos retoques al cliente, salía irritado, enfurecido y amenazante hacia nosotros, que prevenidos retrocedíamos y corríamos en desbandada. Como se dice vulgarmente “perdíamos el culo”. Unos corrían hacia la Barrera para alcanzar la Plaza Mayor, otros retrocedían por Moratín, Bailén, Peligro y plazuela de la Victoria. Había caídas, pisotones y gritos. Otros, vigilantes, permanecían ocultos en la plazuela de la Victoria, donde se encontraba la Banca Romero, el bar Doallo y los portales de otras casas.

Por más que piense, ahora no sé el porqué de haberla tomado con aquel hombre, que era un trabajador que estaba a lo suyo y que para nada se metía con nosotros.

Reunidos nuevamente en la Plaza Mayor, comenzaba de nuevo la marcha con más brío hacia Lamas Carvajal al grito “de cartón, de cartón, de cartón…”. Las carreras volvían a repetirse. Los que encabezaban el desfile se supone que daban consignas y ordenaban los cánticos. Luego venía el desmadre porque a los indicios, el aludido, una vez rebasada la iglesia de Santa Eufemia, se encaraba con nosotros.

Pronto cesaron estas provocaciones, porque de inmediato -supongo que ante las quejas- la dirección del Instituto habría tomado cartas en el asunto y la gamberrada habían llegado a su fin.

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