el ángulo inverso

Tribus extinguidas

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photo_camera ALBA FERNÁNDEZ
"Habrá adivinado ya que he sido sereno. Pues sí, en la avenida de Buenos Aires. En esas madrugada parecía la Gran Vía madrileña"

Estoy en una terraza de la ciudad. Al fondo, un hombre parece estar bajo el olivo hospitalario, pensativo. Me doy cuenta que me observa. De pronto, se levanta, se acerca a mi mesa y me dice “Soy lector de sus artículos pero jamás escribió sobre nosotros que somos una tribu romántica como a usted le gusta decir. O como usted nos llama, tribus extinguidas”.

Le invito a sentarse en mi mesa. “Pues sépalo, mi profesión sí tenía mucho de romántica. Mire, mi nombre es Ramón y, claro, usted no me recordará pero allá en los sesenta, cuando usted estudiaba en el Cisneros, más de una noche le ayudé a subir por las escaleras a la habitación de la pensión. ¿Recuerda? Vivía usted en la pensión Abellás. No es que fuese usted un crápula pero es bien cierto que algunas madrugadas llegaba dando tumbos. 

Habrá adivinado ya que he sido sereno. Pues sí, señor, ahí en la avenida Buenos Aires. Era una calle llena de fondas, pensiones y pisos particulares que alquilaban habitaciones. En aquellos años había mucho trajín por la noche. A las tres cerraban los bares de la calle Villar, que era el más bullicioso barrio de putas de Galicia. Aquellos policías armados eran muy estrictos. A partir de las tres no se movía ni una mosca.

Había mucha gente, sobre todo en las ferias, que perdían el autobús de línea a sus pueblos. Otros, los más, se quedaban a solucionar sus urgencias sexuales. También la sala Auria cerraba a la misma hora. En esas madrugadas mi calle de la avenida Buenos Aires parecía la Gran Vía de Madrid.

Eran tiempos jodidos. Si tú ibas con una mujer a un hotel o un hostal te pedían el libro de familia. La norma era estricta. ¿Qué iba a hacer yo? Si había una buena propina y les veía una pinta digamos que decente, les proporcionaba una habitación". 

La ley de peligrosidad social

“¿Y los gays, Ramón?”. “Uf, en esos años eran unos malditos, se reunían allá al fondo de la Alameda muy clandestinos. No olvide que existía la ley de peligrosidad social”. Trato de recordar aquella canción de Cucharada allá en los setenta: "Pablo El Trapero es un homosexual / le gustan los tíos como a ti la libertad, / Un día la ley le mandó enchironar / diciendo que era un peligro social". Le pregunto a Ramón si la noche entonces era peligrosa. Se ríe. “Aún conservo en casa el garrote que llevaba para defenderme. Es secreto profesional pero conocí a todos los golfos de la ciudad y a bastantes mujeres que les ponían los cuernos a sus maridos.

Dice usted que le cuente cosas de mi oficio. Mire, me pasó de todo. Lo más trágico fue aquel día en que una sirvienta llamó insistente a una habitación. No contestaba nadie. Allí estaba un hombre entre un cenagal de sangre, se había cortado las venas. En otra ocasión, la calle se llenó de policía, allá subieron con metralletas muy sigilosos. Vi bajar esposados a dos vascos. El comisario me cogió de la chaqueta y me dijo: "¿Es que no ve que sus carnets son falsos? Sepa usted que se han cargado a más de uno en el País Vasco". 

Escriba usted sobre nuestra noble profesión, tan olvidada. A cuántos extraviados dimos habitación. En alguna ocasión, en noches heladas, cuando no tenían dinero subí a dos o tres en una cama. Sabe, los serenos tenemos también nuestra humanidad y mire, yo tenía un portalón en la plaza de las Mercedes donde daba refugio a borrachos e indigentes”.

Se levanta, me da la mano, yo me atrevo a preguntarle:  “Pero ustedes también eran confidentes de la policía”. Sonríe lánguido. “Bueno, yo creo que con esos aparatos virtuales nos vigilan más ahora que en la época de Franco”.

(Ayer hubo un homenaje al poeta Víctor Campio.  Cuántas mañanas lideró nuestra tertulia. Algunas veces nos habló de sus experiencias y lúgubres pensiones de Madrid en los cincuenta. Entonces se decía: "Pasas más hambre que un maestro de escuela", y él era maestro. Cuánto nos reímos del año que durmió en una fonda de la calle de la Paz allá en Malasaña. Dormía en una habitación de dos camas, en una pensión de mala muerte. La otra cama la ocupaba cualquier transeúnte escaso de dinero. Contaba: “Durante un año dormí con todo tipo de fulanos al lado. Creo que conocí a todos los pícaros de Madrid y mira que había pícaros en aquellos años.

Al despertar, a veces coincidía con mi colega de habitación. No te imaginas los negocios que me propusieron. Un segoviano me insistió en que fuese su ‘gancho’ en su trabajo de trilero. "Nadie tira las cartas como yo, señor". Otro fulano me ofreció un trabajo fácil : "Tú los entretienes y yo les levanto la cartera en un pis-pás. Te la doy y te esfumas".

Hubo un individuo que casi me convence: "Vienes conmigo al cementerio de la Almudena, pillamos flores de las coronas recientes y las vendemos a parejas románticas”.

Ah, cómo era Víctor. Solíamos despedirnos: “No te prohíbas la noche”). 

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