Cartas al director

Administración de calidad

A causa de la pandemia que asoló el mundo en el fatídico 2020, fue imprescindible adoptar medidas que contribuyesen a dar continuidad a las relaciones sociales, incluyendo también los trámites administrativos; de modo que fueron imponiéndose diversas fórmulas novedosas, para garantizar el correcto funcionamiento de las administraciones públicas, llegando a convertirse en regla lo que hasta entonces eran soluciones excepcionales.

Junto con la denostada cita previa, otra de las consecuencias de la situación creada fue el incremento exponencial de prestaciones laborales en la modalidad de trabajo a distancia nacida en el ámbito del sector privado y trasladada al de la administración pública; lo que obligó a un esfuerzo regulatorio extraordinario, para ajustar en tiempo récord las peculiaridades de dicha fórmula al marco normativo vigente.

Así, dentro de la amplísima variedad de supuestos que arroja el conjunto de administraciones que integran el sector público, el resultado de tal esfuerzo fue -como no podía ser de otra manera- desigual en calidad y en aplicación; en gran parte, debido a la precipitación de los acontecimientos, incluyendo aquel inesperado y drástico confinamiento que amenazó con paralizar completamente el pulso del país.

Superada felizmente la pandemia, ese conjunto de medidas es ahora objeto de fuerte revisión en general. Todo un desafío que pone a prueba las costuras de su marco legal. Cierto es que el teletrabajo cumplía ya previamente otra función concreta, a saber: facilitar la conciliación laboral para quien se presume la necesita. Loable fin que no puede redundar en detrimento de la calidad del servicio que la administración presta a la ciudadanía.

Lejos de ser un derecho, el teletrabajo es, ante todo, una prerrogativa: una modalidad de prestación del servicio, voluntaria para el trabajador y potestativa para el empleador que, de ser una administración pública, la concederá (o no) mediante autorización; dando lugar así a una situación reversible, cuya vuelta al origen puede producirse bien mediante el cauce previsto expresamente para su extinción, bien mediante la revocación de esa autorización. 

En tal contexto, la seguridad jurídica reclama, al menos, dos reglas básicas: la primera es incorporar la modalidad de teletrabajo en el instrumento fundamental regulador de la plantilla, esto es, la relación de puestos de trabajo (o RPT); la segunda, en tanto esa RPT no se actualiza, es respetar las autorizaciones previamente concedidas, para evitar la inadmisible revocación arbitraria de un acto administrativo favorable a terceros.

No hay mucho más que añadir, salvo recalcar que, en el marco de la actual revisión de las políticas sobre teletrabajo a todos los niveles, estas dos sencillas reglas marcan la dirección correcta. Introducir otros elementos de distorsión y confrontación en nada contribuirá al objetivo final a conseguir: una administración de calidad que sirva de forma eficiente al interés público y a la ciudadanía en su conjunto.

Entre la demagogia de quien crucifica al funcionariado ante la opinión pública tildándolo de casta privilegiada (algo especialmente grave cuando quien así actúa es representante público) y el extremo opuesto de quienes anteponen intereses espurios, partidistas o aun personales frente a la defensa del interés general, está el camino a transitar por quienes pretendan afrontar con rigor los problemas que lastran la calidad de nuestra administración.