La crisis birmana es un ejemplo de la facilidad con que se fabrica
un mito en la era de la globalización. Unos testimonios grabados con
teléfono y colocados en internet; un micrófono en cualquier rincón del
mundo (la oposición birmana dispone de una radio en Oslo) y, sobre
todo, una imagen fuerte que se abra paso entre los miles de mensajes
de YouTube. La imagen en este caso son los monjes budistas que, pese a
su utilización en anuncios de coche y su superexposición en
documentales turísticos, no habían participado hasta ahora en una
superproducción apta para el público del telediario. Detrás
quedan dos actores de los que sabemos bien poco. El militar (la
'junta' por emplear el hispanismo usual en los periódicos
internacionales después de Pinochet ) y el pueblo birmano. La 'junta'
es mala porque está compuesta de militares que, en esos parajes, no son
democráticos. El pueblo es bueno porque todos los pueblos lo son y más
en una sociedad budista, y la prueba es que lo apoyan los monjes.
Nuestra ínclita conferencia episcopal acertaría al considerar que
la irrupción en cuestiones de conciencia de los dichosos monjes
budistas fomenta el relativismo, y muchas personas creen que esas
tropas de azafrán son las que alimentan las murgas que aún hoy se
pasean por nuestras avenidas al son del 'Hare Krishna', pero nuestro
conocimiento de la crisis birmana reposa en elementos frágiles.
Ni periódicos ni televisiones han analizado la marmita interna del
lejano país (Myanmar o Birmania con capital en Rangún o en Yangon)
fuera de aludir a un alza del coste de vida que, según una fuente
grabada por teléfono y transmitida desde Oslo, es brutal. Le
resulta fácil en este contexto al ministro de exteriores birmano
encomiar la contención de sus fuerzas de orden público que, si han
debido intervenir, es para restablecer el orden. En el interior del
país se establece un apagón informativo -todavía es posible la censura,
lo que demuestra la relativa inutilidad de las telecomunicaciones - y
una idílica presentadora local, ante un fondo de templos de cúpulas
espigadas, acusa a la BBC y a la 'Voice of America' (a ésta última con
algo de razón) de sabotear y provocar. El resto, fusilar o encarcelar a
una docena o a unos miles, no es complicado.La acción sucede en una
región resonante de salmodias, atestada de gurúes, jalonada por monjes
con el tercer ojo abierto que sólo ansían una metempsícosis digna, que
no buscan bienes terrenos ni se ajilipollan en chiquilladas dogmáticas?
Y ¿dónde fue a parar la compasión, la virtud que cifra el
budismo? Va a resultar que en todas partes cuecen habas. El otro día,
un infeliz portavoz de la conferencia episcopal española arremetía
contra la posibilidad de que las madres solteras recibieran ayudas.
¿Por qué los budistas serían más compasivos que los
supuestos herederos del Evangelio? Entre tanto, ningún país se mueve y
en las cancillerías se repite que la última palabra la tiene Pekín. Es
la última excusa de inacción que han inventado las cancillerías. En
cuanto surge un problema internacional, se echa la culpa a los chinos.