Opinión

Las semanas y los días

Escribir es escribirse 
(Pessoa, Libro del desasosiego) 

Simplemente asombrado. Aunque el College Walk de Trinity College y sus edificios frontales tenían cierta semejanza con los de Yale, los claustros neogóticos de esta universidad, su Sterling Library a modo de gran catedral letrada, sus cubículos, secretas salas, su grandes espacio para la lectura en solitario, y la gran fila de anaqueles con millones de fichas de libro anonadaban. Las primera semanas del curso académico uno andaba perdido entre el asombro y la rabia. Nada semejante en el lejano país que había dejado apenas cinco años. Y la Beineck Rear Book Library (manuscritos, incunables ), un cuadrado de mármol semitransparente de seis pisos que, a través de sus variadas vetas, moteadas, penetraba la luz creando mágicos haces de colores: un arco iris de letras hilvanadas. Y ya más familiarizado con el espacio, recogido con frecuencia en alguno de sus rincones, en el piso de abajo, para admirar su estructura y el rezo callado de sus numerosos incunables. Los imaginaba hablando unos con otros, protegidos, reverentes. Eco de murmullos silenciados llegados de lejanos monasterios medievales. Primeras ediciones pacíficamente ordenadas. Y los grandes textos de la literatura italiana: Dante, Petrarca, Boccaccio, Tasso, Bembo; de la eslava, y no digamos de la inglesa y americana. Incunables de gran valor (la Biblia políglota), papiros, antigüedad clásica. 

Caminaba los primeros días como en volandas. Las clases empezaban la primera semana de septiembre. De las tres chicas jóvenes, la más lista, Margaret Safire, que terminó como profesora en la American University, en Paris, a la zaga del gran Julio Cortázar, con quien mantuvo una idílica relación. Llegaba desde Barnad College, una universidad exclusiva de mujeres, asociada con Columbia University. Recién casada, con un atractivo marido, estudiante en la prestigiosa Escuela de Derecho (Law School), presumía de inteligente (y lo era) y de las dotes de su joven esposo, esbelto, un tanto esquivo, seco. Y con razón. Ella morena, flacucha de cara, ojos negros, simpática y muy espabilada. La admisión en la escuela de Derecho de Yale era como un sueño cumplido. Limitada a unos trescientos estudiantes al año, eran rigurosamente seleccionados. 

No valía tan solo la excelencia académica. Eran necesarias otras calificaciones: dominio de lenguas, promesa como líder social o político, estancias en el extranjero, promotor, organizador, activista, ya con datos y evidencias de liderazgo. La patearon y en ella se conocieron Bill Clinton y su Hilary. Susan llegaba de la prestigiosa Universidad de Chicago, casada con un escritor afro-americano y, como Margaret, de origen judío, con familia en Colombia. La más simpática Connie, nada pretenciosa. Procedía de una universidad pública de la zona. Nos quedaban cinco años, como media, de estudios de posgrado (Maestría y Doctorado).

Nos acomodamos fácilmente en nuestra residencia. Formaba parte de una urbanización administrada por la Universidad para los estudiantes de posgrado en las más variadas disciplinas y procedencias. La mayoría, extranjeros. Y un pequeño grupo  de españoles. Unos habían llegado recomendados por el prestigioso profesor de Ciencias Políticas y Sociología, Juan Linz; otros, atraídos por la Escuela de Derecho, por el departamento de inglés, lenguas eslavas, ingeniería, sociología, literatura comparada. De Minas Gerais eran los vecinos con los que intercambiamos lecturas comunes. Al profesor brasileiro le acompañaba su elegante esposa, un niño de nombre Sócrates y su abuela paterna. Pretendía terminar el doctorado en historia del Derecho Internacional en tres o cuatro años, incluyendo la tesis doctoral. 

Procedente de Coímbra, otro joven profesor, con aires de intelectual, introvertido, distante, a su aire. Pretencioso. Apenas rozamos unas palabras en los cuatro años que nos conocimos. También con un hijo de poca edad que coincidía en los columpios con nuestra hija, dos años mayor, con quien llegó a encariñarse. Años más tarde, llegó a ser una destacada figura en la política portuguesa. Su esposa, se especializaba en literatura comparada. Adicta a los esquemas teóricos de la deconstrucción seguía, en los varios ensayos que brevemente ojee años después, las aporías de Paul de Man aplicadas a la lírica inglesa y norteamericana. A la sombra, Jacques Derrida y su otro maestro, que citaba con frecuencia: Harold Bloom. 

Los años ni han borrado sus caras, ni sus nombres ni la universidad  (Yale) que nos acogió, a algunos generosamente becados. 

(Parada de Sil)

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