Opinión

'... QUE TIRE LA PRIMERA PIEDRA'

La iglesia de la parroquia estaba a tope. Las mujeres delante, cada una en su reclinatorio; los hombres, en la parte de atrás, de pie. Los reclinatorios colocados en hileras variaban de apariencia: algunos rústicos, otros más elaborados. Los menos, con la parte baja afelpada, cubierta con un rojo terciopelo. Sobre la parte alta descansaban las manos o los brazos extendidos o cruzados. Ya no hay reclinatorios en la iglesia parroquial de mi aldea. Fueron reemplazados por hileras de bancos. El reclinatorio llevaba el nombre de a quien pertenecía. No valía el intercambio, ni la apropiación indebida. Eran como pequeñas parcelas que, dentro del espacio sagrado, se iban pasando de generación en generación. Algunos colocados bajo el púlpito; otros cercanos a la sacristía, o no lejos de las gradas del altar. El reclinatorio aislaba; convertía en más íntima la plegaria. Si escaseaban, a veces la madre se arrodillaba con su pequeño, como aupado contra su vientre, sintiendo en su oreja el cuchicheo de una plegaría apenas enunciada.


Mucho se ha escrito sobre los espacios sagrados, liturgia, ritos, rezos y formas de orar. Varían de cultura y de religión. En la liturgia católica se pasó de la misa en latín a la pronunciada en lengua vernácula; del sacerdote de espaldas al desarrollo de los oficios cara al público; del sermón desde el púlpito a la homilía desde el altar; del enrejado que delimitaba el altar mayor a su eliminación. En la iglesia de mi aldea se arrinconaron santos, se suprimieron altares, desaparecieron objetos litúrgicos de valor, y se eliminó un espacio emblemático y trascendental: el púlpito. El poder tronante de la palabra se imponía desde el púlpito sobre la cabeza de los fieles. La llamada de atención se hacía a veces en forma vociferante incitando al arrepentimiento seguido de amenazas de un infierno (sine redemption) para el que no seguía la senda del bien. Con frecuencia unas velas rudimentarias ante una imagen de las almas del purgatorio mostraban el castigo inapelable. Lo consagró la monumental Divina Comedia de Dante, el mejor de los tres libros (Inferno, Purgatorio, Paradiso), y lo dibujó con trazos alucinantes el grandioso William Blake (Inferno, canto XII, 12-28). Se ha consagrado incluso como destacado topónimo dado su inherente simbolismo y su variada etimología.


La ausencia de púlpito eliminó la presencia del predicador quien, con elegancia y voz potente, deletreaba desde el espacio en alto, el día del Viernes Santo, el profundo significado, teológico y moral, de las Siete palabras que Cristo enunció en la Cruz. Tal discurso -el sermonario- su retórica, enunciación, desarrollo y cierre, era todo un arte que se lograba a base de memoria, digitación rítmica con los dedos, mímica, gestos, tonos de voz, simulacro y cierre contundente, axiomático, final. Debía incitar, mover y, sobre todo, conmover. La convención se remonta a los grandes predicadores postridentinos: desde fray Luis de Granada y Alonso de Cabrera al insigne fray Hortensio Félix Paravicino, elusivo, hiperbólico. Con lejanos antecedentes: al santo de Caleruega, Domingo de Guzmán que adoctrinó con su verba a los obtusos y heréticos albigenses. Ya Ignacio de Loyola pedía, en sus Ejercicios espirituales, contemplar con amargura y pesar la cruenta fisicalidad del cuerpo ensangrentado del Redentor. Su presencia, humana y divina, marcó una gran diferencia entre la religión católica, la mahometana y la judía. Carecen éstas de un cuerpo divinizado sobre el que meditar: de un Eros a lo divino.


Tal cuerpo (o mejor tal crucifijo) era descrito con detalle y cruel realismo por el predicador que dirigía las Misiones de la parroquia de Parada de Sil. Con voz grave, señalaba con ímpetu y coraje al Crucificado por causa de los pecados ajenos. La audiencia lo contemplaba, seguía sus advertencias y asumía, con la cabeza inclinada, el terrible baldón: ser culpable de una muerte en la que, históricamente, no habían tenido ni arte ni parte. Pero ya no hay púlpito en la iglesia parroquial de mi aldea, ni tampoco se predica a la vieja usanza.


(*) Parada de Sil

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