Opinión

EN UN VAGÓN DE TERCERA: A XEITURA

Aquellos segadores viajaban, como yo, en un vagón de tercera. Altos, robustos, morenos, camino de tierras de Burgos y Soria, allá por Osma. Iban a hacer las siegas del esbelto trigo, ya dorado y hasta un tanto cabizbajo, en el ardiente mes de julio. Procedían de la zona de Lemos. Hablaban en voz alta; comían largas rebanadas de pan moreno acompañadas de finas hilachas de tocino; bebían y hablaban una lengua que entendía en su ágil parlería. Su indumentaria era escasa: pantalones remendados, camisas afelpadas, botas de cuero pardusco, ya desgastadas, y un macuto que incluía una manta enroscada y el resto de sus atuendos. Imágenes lejanas que quedaron fijas en la memoria de quien escribe. Sus hoces, cuyos filos estaban protegidos por una banda de esparto y de fina paja; las alargadas navajas con las que cortaban el pan y lo iban engullendo con el blanquecino tocino; su caminar por aquel vagón de tercera, chirriante, de madera, barnizado en un oscuro amarillo, ya desconchado, tumultuoso e inquietante, quedaron también fijas en el rapaz que iba sentado en la esquina del compartimiento. Sus profundas risotadas alteraban el cabeceo del resto de los viajeros, amodorrados, entre la medianoche y el amanecer, ya cercanos a Astorga. Habían subido entre carcajadas en Monforte de Lemos, y la estación final era, decían, Venta de Baños. Le comentaron a una joven que miraban con descaro y pícaro deseo.


?Imos a facer a xeitura da temporada -le explicó el más avisado-.


La presencia de las cuadrillas de segadores, bien procedentes de la Ribeira sacra, tierras de Caldelas, o de la zona de Lemos, era frecuente por las planicies del Barco de Ávila, me comentó un amigo de esta zona. Se les veía como forasteros, extraños, y hasta se les discriminaba por su aparente pobreza y deje verbal. Quien los contrataba, de verano en verano, medía su fortaleza, su estatura, sus anchas espaldas, el hábil manejo con la hoz, el fuerte brazo para el acarreo. Se les contrataba por día de luz: del amanecer al atardecer. Era dura la siega. Ardía el sol al filo del mediodía en pleno mes de julio. Un botijo con agua era la mejor compañía, un sombrero de paja con amplia ala, un par de mendrugos de pan y una hebra de cecina, a media mañana; un cocido pleno de garbanzos y residuos de carne de cerdo al mediodía con un breve descanso y vuelta a la faena: segando, agavillando, atando, acarreando las gavillas, formando las tresnales, rastrillando, apañando las espigas; las manos deshuesadas, heridas por el agudo rastrojo; la espalda doblada, los riñones doloridos, y la lejana tierra que bailaba en la ferviente nostalgia del segador con su verdor refrescante, la leche recién ordeñada, las fiestas del Concello, la empanada crujiente, bien ornada y el suave y oloroso tinto mencía. Por tierras de Castilla se comía al sol de julio; se buscaba la sombra al lado de los haces de la mies segada. Y el goteo del sudor, cubriendo las cejas, cegando la vista, se aliviaba con un fuerte pañuelo cruzando la frente. El sombrero de paja protegía del sol ardiente.


Por tierras del Burgo de Osma anduvo la familia de segadores que conocí en Vilarellos, a un lado de Mazaira, cerca de Castro Caldelas, aldea situada en una escabrosa ladera del cañón del Sil. Fue mi primer destino como Maestro Nacional. Por cuatro perras me alquilaron una habitación sombría, me daban de comer y en los días lluviosos del largo otoño, secaba y calentaba en la lareira familiar mi adusta indumentaria de bisoño profesor. Un matrimonio sin hijos, dos hermanos solteros, cuatro vacas marelas y unos ahorros fueron enriqueciendo la casa con la esquilma aportada como segadores por tierras de Ávila. Ya rondaban los cincuenta años. Los duros veranos de xeitura fueron para mis huéspedes, en los duros años de la posguerra, un venerado acopio de gratos recuerdos que les gustaba revivir y contar. Con los ahorros compraron leiras, lameiros, toxales, viñedos y pasaron de una vaca a cinco robustos ejemplares.


La siega, a golpe de hoz, sudor y calor ardiente, ha sido una de las faenas agrícolas más relatadas en el imaginario del folclore pan-europeo. Al igual que la vendimia, la castañeira, la recolección de la aceituna, la siega a brazo partido y riñón sofocado, combina el vigor del segador, su respiro sexual y la perduración, a base de una precaria existencia.


En Vilarellos aun se recordaba la copla bullanguera, con cierta retranca erótica, en voz de la joven, gallarda: 'Blanca me era yo / cuando entré en la siega, / diome el sol y ya soy morena'. Ésta, aún más: 'Mi edad al amanecer / era lustrosa azucena; / diome el sol y ya soy morena'.

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