Opinión

De zocas y zoqueiros

Toda una algarabía de clavos y tachuelas sonando sobre las losas de la iglesia de mi aldea de la Ribeira sacra a la entrada de la misa dominical. Y no menos a la salida. O la que hacían los muchachos sobre las tablas medias carcomidas de la escuela rural a su entrada y salida. Retumbaban y hasta hacían eco los pasos calzando aquellas vetustas zocas por el sendero angosto, empedrado, subiendo las escaleras del Sagrado. Variaban los sonidos. Estos diferenciaban la zoca ligera, puntiaguda, de la muchacha esbelta, ágil o nerviosa, frente a la del labriego, bien guarnecida con gomas, clavos, tachuelas, y hasta láminas o chapas de hojalata cubriendo el piso de madera. Protegían la ligera madera, de bidueiro que, pese a tanta protección, el uso y el tiempo iban desgastando el fino palo.


Con frecuencia se sustituían los palos por otros nuevos, conservándose el becerro de la vieja armadura pedestre. No era fácil correr, saltar, caminar, subir o bajar un empinado sendero con aquellas zocas de mi niñez. Las que vestían el pie femenino eran más coquetas. Se ennegrecía el ribete; se subía el tacón de madera, y hasta se aligeraba la planta de clavos aplanados. Yo admiraba aquel artesano, que en un tristrás cortaba un tronco, limpiaba la corteza, lo hendía por la mitad, lo redondeaba con un formón, cincelaba el tacón y la puntera, la dentadura a lo largo del borde y ya terminada colgaba el par de palos para que secasen al aire libre. Ya no hay zoqueiros en la Ribeira sacra. El zoco, como las madreñas o galochas en el alto León y tierras de Asturias, como la alpargata en la Andalucía profunda o la albarca en tierras de la Mancha, formaba parte de la vestimenta del labriego de la Ribeira sacra. Era su signo de identidad. Y lo era su amplio pantalón de pana, sus raídas camisas, el vocear alto y entretenido, la llamada de atención con «¡escoita, carallo!», el rústico paraguas negro, colgando del cuello de la chaqueta, cayendo sobre la espalda. El fumador, enroscaba su pitillo con sus ásperas manos.


De un librillo tiraba del papel blanco, sacaba la amarillenta hebra de la cajetilla y con sus nervudos dedos, temblando, enrollaba el cigarrillo, pasaba la lengua sobre el borde del papel, rompía chispazos sobre una alargada mecha, que se recogía formando un ocho, y después de varios soplos, humeaba el cigarro. Sonriente ante el triunfo, aliviado, proseguía el camino, a golpe de zueco herrado sobre las losas del empinado camino. Y al igual que se identificaba el carro por el chirriar de sus ejes y a quien pertenecía, el lejano golpe de los zocos sobre la lisa piedra identificaba a quien lo calzaba: mujer u hombre, joven o mayor, niña o muchacho. Había golpes profundos, secos, livianos, bajos, resonantes, sordos. Y había los que, el día de niebla profunda, subiendo la pendiente o torciendo la esquina, repetían en estremecido eco la mágica pisada. Marcaban a modo de aldabonazos sobre piedra el fluir de la noche, taciturna, misteriosa. Los zuecos quebraban el sordo caminar en silencio detrás de un féretro hacia el camposanto. Formaban una bronca pisada de sordos gemidos, del mismo modo que el grave acompasar de las campanas que acompañaban al finado. Surrealismo puro y duro.


Ásperos calcetines de lana protegían los pies en las largas invernadas. Al calor de la lareira, ya de mañana, se calentaban los zuecos en el calor de las primeras brasas, al rescoldo que, dentro, se subían y bajaban, se agitaban para calentar la húmeda madera.


Mis años en la Ribeira sacra van asociados, aún rapaz, con la historia de unos zocos y los varios atavíos o remiendos que fueron prolongando su vida bajo mis ágiles pies. Aun se venden en miniatura en ferias y mercados, colgados de un alambre, como un souvenir.


Y como memoria de un pasado que ya no es: metonimias de una historia socio-económica, y de un lejano paisaje humano, atávico, envuelto en sudor, frágil memoria y diluidas figuras.

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