Opinión

Japoneses

Fue en los tebeos -todavía no se llamaban comics- de ‘Hazañas Bélicas’ donde los niños de mi generación supimos de ellos por primera vez: segunda guerra mundial, ‘kamikazes’ de la aviación nipona, pelotones de soldados que bayoneta en mano se lanzan contra los heroicos americanos y mueren sin alcanzar nunca su objetivo... En resumen, un atajo de locos, perdedores y malos.


Años más tarde, con la llegada del turismo, los japoneses fueron esos individuos pequeños, disciplinados y obedientes que, siempre en grupos numerosos, bajaban del autobús con la cámara de fotos ya preparada, siguiendo a un guía del mismo aspecto con un paraguas de color como señuelo. Indistinguibles los unos de los otros. Por aquel entonces, de malos pasaron a ser raros y excéntricos.


En los albores de la democracia, en plena época del destape, llegó a España, aún clandestinamente, ‘El imperio de los sentidos’ de Oshima. Distinta a los bodrios del momento, fue la primera película erótica seria que muchos vimos: sexo explícito en las fronteras del amor y la locura. Una bomba en el Festival de Cannes y el comienzo de mi fascinación por un Japón ya más enigmático que excéntrico. Fascinación que, poco tiempo después, se incrementó al descubrir a Kurosawa con ‘Dersu Uzala’, en el más bello canto a la naturaleza y la amistad que el cine nos ha dejado.


Con los ochenta llegaron las Yamaha, el manga y las consolas de videojuegos. Los japoneses como paradigma de la modernidad: tecnología punta, grandes ciudades, enormes anuncios de neón, autovías con múltiples carriles, trenes de alta velocidad... El país del sol naciente mostraba su cara admirable, pulcra, precisa. Se convirtió en el ejemplo a imitar para una nación como la nuestra que aspiraba a ser de las primeras de la clase. Años de imagen potente, pero fría y distante.


Ya en los noventa, y más aún en los pocos años que llevamos de nuevo siglo, Japón se ha acercado a nuestros ojos con nuevos escritores, poetas y cineastas que logran conjugar la riqueza de su tradición con esa explosión de modernidad que su país ha experimentado.


En ‘Tokio blues’, Murakami relata la dura travesía hasta la madurez de un joven estudiante de finales de los sesenta, explorando al tiempo sensaciones básicas, buscando la imagen en la palabra, destilando del trepidante ritmo de la gran ciudad el olor del jardín que resiste entre los rascacielos, el color de las flores, el sereno e inmutable paso de las estaciones...


En Kawasata, Ozu, Kore-eda las diferentes expresiones culturales del Japón actual coinciden en abordar de nuevo los grandes temas universales: la muerte, la familia, el dolor de la ausencia, los enigmas de la existencia..., pero desde la calma, el orden, las pequeñas cosas, la comida, la música...


En sus libros y en su cine nos proponen recuperar la lírica de lo cotidiano, las pasiones contenidas, la ironía del drama y la acidez de la comedia. Son como la cocina japonesa, plena de detalles, de ceremonia, de colores y sabores rotundos. Como los Haiku, quintaesencias de 3 versos con 5, 7 y 5 sílabas.


Estos son los japoneses que ahora no me parecen ni malos ni excéntricos sino cercanos, sensibles y más interesantes que la creciente vulgaridad que últimamente asola a la vieja Europa.

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