Opinión

Muere don Samaranch, sobrevive el olimpismo

Se ha escrito y dicho mucho sobre Juan Antonio Samaranch. Y todo es poco. Ha muerto, a los 89 años, el artífice del despegue deportivo español y el salvador de los Juegos Olímpicos. Un hombre perteneciente a esa raza de dirigentes deportivos, poseedores, entre otras muchas, de dos cualidades innatas: un liderazgo capaz de unir tendencias diversas, e incluso opuestas, en pos de un fin común; además de la astucia para comprender y adaptarse a los cambios de los tiempos. Hombres de honor y de saber estar. Cada vez quedan menos en el deporte.

Samaranch sufrió la guerra civil en sus carnes, en el terrible frente de Aragón y el cerco sobre Cataluña. Aficionado al hockey sobre patines, tenis y boxeo, pronto demostró sus dotes para la dirección. En 1951, organizando en Barcelona el primer campeonato del Mundo de hockey, ganado por España. En 1955, con el rotundo éxito de los Juegos del Mediterráneo. A partir de 1967, como Delegado Nacional de Deportes y presidente del Comité Olímpico Español. En 1977 fue nombrado embajador en la URSS, y en 1980, presidente del COI.

Levantó a un Movimiento en la quiebra, aristocrático y dividido. Dio entrada a los deportistas profesionales y a los patrocinadores, terminó con los boicots políticos, integró a deportistas y mujeres en los estamentos, independizó económicamente al COI y convirtió a los Juegos, no sólo en el primer acontecimiento deportivo mundial, sino en una ola imparable, que sepulta cualquier prejuicio humano. Como dijo su sucesor, Alejandro Blanco, durante una conferencia pronunciada en Ourense: “el deporte es hoy el mayor factor integrador y el motor social del mundo, por encima de cualquier religión, filosofía o política”. Así es. Comanechi, Bolt o Pistorius, no son una mujer, un negro y un inválido. Son ya héroes universales.

Dicen que los Juegos de Barcelona fueron su momento culminante. Yo añadiría otros dos. En Atenas 96, cuando devolvió a Muhammad Ali, la medalla olímpica que éste había arrojado al río Ohio en un ataque de ira. Algunos vieron a un viejo y a un enfermo terminal. Yo he visto pocas escenas de tal fuerza poética en el mundo del deporte. La segunda fue el emocionante discurso, leído en defensa de la candidatura de Madrid para los Juegos de 2016. Fue su despedida pública, un testamento vital.

No le veremos más en los grandes acontecimientos. No le verán más jugando la partida en algún bar de Avión. Su país pasó de marginal a potencia deportiva. Los Juegos que él rescató son hoy el escaparate más portentoso de la grandeza humana. Ese es su legado, eterno. Gracias.

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