Opinión

Pagar o no pagar

La noticia de que los dirigentes del Estado Islámico (EI) pidió a las familia del periodista asesinado James Foley un rescate de 100 millones de euros, que Estados Unidos se negó a pagar siguiendo su política tradicional de no ceder al chantaje de los secuestradores, vuelve a traer a colación el debate sobre si los estados deben o no pagar por rescatar a sus nacionales cuando caen en manos de terroristas, que de esta forma financian sus actividades y que además convierten en un instrumento de propaganda. También Reino Unido sigue la misma política. No así otros países europeos, como Francia, Italia y, por supuesto, España, que aunque lo nieguen por principio sí pagan por la liberación de sus ciudadanos.

Este debate, pagar o no pagar, tiene muchas aristas políticas, morales, históricas y geoestratégicas que cada país trata de resolver como cree oportuno en función de las presiones de sus opiniones públicas, de lo que estas son capaces de admitir y sus gobiernos de hacer, después de valorar todas las posibilidades de actuación, desde las diplomáticas y el recurso a los intermediarios de los secuestradores o el intercambio de rehenes y presos, a las intervenciones militares, que todas ellas se barajan en función de las posibilidades de éxito. Estados Unidos se decanta por esas acciones a pesar de su dificultad y sus costes. 

A finales de marzo fueron liberados los periodistas Javier Espinosa y Ricardo García Vilanova, secuestrados durante más de seis meses en Siria; hace trece meses lo fueron las cooperantes españolas de Médicos sin Fronteras Montserrat Serra y Blanca Thiebaut, tras las ‘gestiones’ del Gobierno de Mariano Rajoy. En 2010 recuperaron la libertad Albert Villalta y Roque Pascual. Es decir, tanto los gobiernos socialistas como populares han actuado de la misma forma, pagando los rescates y negando haberlo hecho, pese a que no siempre se han sustraído a la utilización política de estas iniciativas.

El asesinato de Foley a manos de un miembro de Estado islámico, probablemente de origen británico, pone de manifiesto otras dos derivadas de la lucha contra el terrorismo yihadista: la necesidad de controlar no solo el alistamiento de jóvenes musulmanes procedentes de los países occidentales en la filas terroristas sino su previsible vuelta, en el caso de que no mueran en combates o en atentados suicidas, bien entrenados y más fanatizados, a sus lugares de origen para crear nuevas células o para actuar como ‘lobos solitarios’. Unos dos centenares de musulmanes españoles estarían encuadrados en las filas del EI en Siria en una suerte de brigadas internacionales, y la policía ya ha detectado la vuelta de alguno de ellos a España. La segunda, es que se hace preciso insistir en que la seguridad interior se defiende y se preserva también lejos de nuestras fronteras, y de ahí la participación de España en las operaciones que se desarrollan en el Magreb en el marco de misiones que cuentan con el visto bueno de organizaciones supranacionales, que tienen la preceptiva autorización del Congreso, y que están destinadas sobre todo a proveer de apoyo logístico y a la preparación de militares y policías de los estados donde Al Qaeda en el Magreb Islámico trata de asentar sus feudos. El carácter global de la amenaza yihadista y la violencia con al que se emplea contra los ‘herejes’ hace precisa una contundente respuesta internacional en la ayuda a los países que sufren el avance del Estado Islámico.

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