Opinión

El amor, un sentimiento eterno

El viejo milenario deseaba continuar viajando con don Vicente Blasco Ibáñez, pero prefería cambiar de itinerario y disfrutar de lo positivo de la vida, pues quedó fuertemente impresionado por los ritos mortuorios que había presenciado en el Padre Ganges. El erudito escritor aceptó con una condición: habían de visitar las Torres del Silencio. Para ello el novelista, haciendo gala de su docto saber, narró el éxodo del pueblo adorador del fuego fiel a los ritos del fundador del mazdeísmo, Zaratrusta (Zoroastro por un error de los traductores). Se refería a los parsis, minoritarios en la India pero muy influyentes en la administración, la economía y poseedores de una gran cultura. Los parsis huyeron de Persia cuando esta abrazó el islamismo que persiguió con saña a los mazdeístas, que fueron finalmente aceptados en Bombay, ciudad en la que se instalaron. Para los parsis, quemar, sumergir o enterrar los cadáveres representa la mayor de las abominaciones porque con ello se ensucia el fuego, el agua o la tierra, elementos sagrados que deben mantenerse puros. Son muchas las precauciones que se han de observar cuando fallece un individuo; poco antes de morir el moribundo se confiesa ante un sacerdote parsi que derrama bálsamo divino (haoma) en su boca y orejas, pudiendo ser el origen de la extremaunción cristiana. Cuando expira la persona, el cadáver es despojado de sus ropas mientras la familia y los amigos se despiden de él entregándolo a los portadores que lo llevan por senderos floridos hasta la cima de las Torres del Silencio, donde una gran cantidad de buitres devoran en menos de una hora las partes blandas del cadáver dejando limpio el esqueleto. Los restos óseos son barridos a un pozo central donde el sol y la humedad acaban convirtiéndolos en polvo. En el Tíbet existe la figura del triturador de despojos antes de entregarlos a la voracidad de las aves carroñeras, para los tibetanos es la única forma de inhumar los cadáveres. 

Cuando acabaron los funerales en las Torres del Silencio, el anciano milenario recabó a Blasco Ibáñez el cumplimiento de su promesa. El afamado escritor manifestó que le acompañaría a visitar el más majestuoso monumento en honor al más preciado sentimiento: el amor. A lo largo de la historia hay manifestaciones de amor que sobrepasan los tiempos y son ejemplo de lealtad y entrega más allá de la muerte. Todos los grandes amores que vivieron en la realidad o fueron creados por la literatura nos han dejado la historia de su pasión, pero no un monumento de ensueño que lo perpetúe, con dos maravillosas excepciones: la pirámide de Micerino , en Egipto, y el Taj Mahal, en Agra (India). 

Cuenta la historia que el faraón Micerino estaba casado con su hermana Nitokris, matrimonio incestuoso que garantizaba la pureza de su sangre divina. Micerino fue asesinado en una conjura palaciega y su bella esposa, la de las mejillas de rosa, vengó su muerte planificando una encerrona en la que murieron todos los conspiradores. Durante siete años gobernó Egipto y en ese período fue construida la más pequeña de las pirámides de Guiza, revestida de sienita. Nitokris depositó en la cámara central el cadáver de Micerino; una vez cumplida su venganza y enterrado a su amado, la reina se suicidó dentro de la pirámide (2500 A.C.)

Pero el monumento más hermoso construido por amor es el Taj Mahal, edificado por iniciativa del Gran Mogol Shah-Jehan para que fuera tumba de su primera mujer, Arjumand Bano Begum, que murió en el parto de su decimocuarto hijo. Su matrimonio fue por amor cuando era príncipe con pocas esperanzas de llegar a reinar, falleciendo la princesa antes de ser emperatriz. Veinte años se invirtieron en la ejecución de este mausoleo y durante ese periodo Shah Jehan fue despojado del trono por uno de sus hijos, estando ya viejo y enfermo, manifestó su deseo de ser enterrado junto a su primera esposa en Taj Mahal. Se cumplió su deseo y ambos descansan en la más hermosa tumba jamás construida.

El viejo milenario estaba satisfecho, había viajado con Vicente Blasco Ibáñez, lo que le había permitido salir del día de la marmota que esclavizaba la vida asediada por una pandemia recurrente. Había presenciado los ritos de muerte y gozado de los símbolos de amores eternos. Llegó a la conclusión de que la humanidad es hija de una evolución inacabada e inacabable; siendo el amor el sentimiento más hermoso que permite rozar la felicidad con solo pronunciar el nombre del ser amado. Todos los que aman construyen un Taj Mahal en lo profundo de su corazón. 

Te puede interesar