Opinión

Asombro

Cuando alguien se asombra es que ama la vida, de la que espera siempre algo nuevo que le produzca el placer de aprender. Al acostarse lo hace con la ilusión de despertarse a la mañana siguiente y ver que la existencia le ofrece nuevos secretos. Todos los momentos le son distintos y puede singularizar cada día por algún acontecimiento irrepetible que le ha fascinado. Es en la infancia el período con que más intensidad el ser humano se asombra ante nuevas experiencias y la expresión de sorpresa ilumina el rostro de la inocencia cuando se ve impactado por algo desconocido que trata de asimilar. 


Las sociedades primitivas vivían en un permanente asombro: el uso del fuego, la doma de animales, la caza de grandes presas, el poder del rayo, los reflejos en el agua, el aprendizaje del lenguaje, la fuerza de la palanca, la belleza de la pintura, el fruto del cortejo... La evolución de las distintas culturas dio origen a grandes obras arquitectónicas, a los primeros inventos, a la escritura, a la cerámica, a las armas de defensa o ataque, a las religiones estructuradas, a las organizaciones sociales más complejas, al poder político, al deporte, a los juegos, a los mitos, a las narraciones, a la conquista de los mares, a utensilios agrícolas, a las fiestas, a la medicina… Y cada paso suponía un asombro para aquellos que desconocían los efectos de cada descubrimiento. 


Recuerdo algunos impactos que me asombraron y dejaron huella indeleble en lo más profundo de mi ser: el parto de una vaca en el corral de nuestras vecinas en la aldea de Limeres; la castración de los cerdos; el magnetofón que compró nuestra madre para que mi hermano preparase las oposiciones a contador del Estado (que por cierto aprobó con 17 años); la llegada a nuestro hogar de la televisión; la primera vez que vi el mar; observar como los lobos trataban de cazar a un potrillo y la defensa de la manada de caballos para impedirlo. Cuando fui creciendo mi capacidad de asombro fue disminuyendo en la misma proporción que cumplía años y solo la naturaleza en su inmensa belleza llegó a impresionarme plenamente: las cataratas de Iguazú; los glaciales (especialmente el Perito Moreno); la inmensidad del desierto Arábigo; la aridez rojiza del Wadi Run; el desfiladero del Siq con su final inesperado en el templo del tesoro en Petra; los fiordos noruegos; la belleza singular de la cordillera del Atlas; los Jameos del agua en Lanzarote; los acantilados de Moher; el misterioso Machu Picchu; la majestuosidad de los Pirineos; la energía espiritual del huerto de Getsemaní…


Aunque también me han asombrado la obras que la humanidad ha hecho a lo largo de los siglos especialmente: las pirámides de Egipto; la Gran Muralla China, los templos de Chichen Itzá; el Coliseo romano; el Partenón de Atenas; la iglesia de Santa Sofía de Estambul; la ciudad de Petra, las ruinas de Palmira; la ciudad de los muertos en Siria; los guerreros de Xian; la torre Eiffel; la basílica de la Sagrada Familia… Tantas y tantas obras cuya contemplación enturbia los sentidos. 
Viene a mi memoria una anécdota que viví con los indios guaraníes en el Paraguay. Un grupo subió a nuestro barco y nos ofreció algo de su arte. Les acompañaba un niño al que hice una figura de papiroflexia (un comecocos), sus ojos se agrandaron y su rostro mostró el asombro que le produjo la transformación del papel; en aquel instante comprendí que para asombrarse no se necesita de grandes obras, es en la curiosidad del receptor donde reside ese preciado don.


Jostein Gaarder, en su magnifica obra “El mundo de Sofía”, afirma con rotundidad: “Lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es la capacidad de asombro”. Quizá por ello y en un intento diabólico de hacer una sociedad sin capacidad de asombro, se reducen en nuestro sistema educativo las humanidades. Para los que detentan el poder, aquellos que intentan racionalizar lo que les asombra son potencialmente peligrosos.

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