Opinión

La partida

El ser humano ama el juego, se aprende a vivir jugando, se organizan las neuronas siguiendo estrategias aprendidas en el juego y aunque a veces se pierde, no por ello se deja de jugar. Todos tenemos, en mayor o menor grado, una dependencia natural del juego. Cuando no somos protagonistas observamos como juegan los demás; las masas se identifican con los ganadores de los equipos que han elegido para que los representen. En su dependencia pasiva, el espectador sufre o disfruta de los resultados de su equipo, llegando muchas veces a la violencia contra los seguidores del “otro” descargando su odio contra el que considera su enemigo.

Mariano Rajoy es un avezado jugador, observa al contrincante sin inmutarse, no transmite las emociones que pudieran delatar sus debilidades. Bregado en mil batallas, ha sabido salir airoso en partidas muy complicadas y, aunque le llamen tramposo, siempre guarda un as en la manga que hábilmente utiliza cuando cree perdida la partida. 

Carles Puigdemont juega al despiste, es hábil en el regate corto pero torpe si la partida se prolonga; necesita el amparo de un árbitro parcial para protegerse de las embestidas de sus adversarios. Su mayor cualidad es el arte de interpretación que le sirve para ocultar sus carencias.

Rajoy justifica su estrategia en la defensa del Estado y para ello cuenta con los inmensos recursos de una compleja estructura; cuenta además con la inestimable ayuda de sus socios comunitarios. Al mismo tiempo ha sabido seducir a sus adversarios tradicionales anulando cualquier iniciativa que no pueda controlar.

 Puigdemont tiene un apoyo en su compañero de juego, Oriol Junqueras, diestro jugador, aparenta sencillez pero es agresivo y zascandil; juega en segundas posiciones reservándose para los momentos estelares. No le importan las bajas propias si éstas se inmolan por lograr la victoria. Es tenaz lo que le permite ocultar su falta de fondo; siempre estará al acecho de aquellos que cree le pueden traicionar.

 Mariano tiene en Soraya Sáenz de Santamaría su alfil blanco, se adapta con facilidad a los ritmos del juego, sabe superar la tensión, tiene un exceso de confianza en sí misma lo que le induce a cometer errores en las jugadas. No le importa que la usen como ariete y es una jugadora versátil.

Pero la partida se enturbia, el campo se embarra, los árbitros se visten de azul, las mazmorras abren sus puertas, los espectadores se implican en el juego. Las instituciones se agrietan, las palabras se convierten en sables, los símbolos laceran los cerebros, la justicia interviene, las reglas se vulneran, las masas se movilizan… el caos y la mentira generan miedo y violencia. 

La partida se interrumpe, uno de los jugadores está grogui, se siente abatido, cansado y… huye, abandona el campo de batalla, deja a los suyos. ¿Traición? ¿Estrategia? ¿Sedición continental?… Consecuencia: los árbitros le pitan falta. Y el juego continúa, ¿hasta cuándo? 

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