Opinión

La revolución de las “pequeñas cosas”

Todo parecía aparentemente tranquilo y las cosas estaban en el lugar que les correspondía, aunque reinaba un caos controlado por las leyes del desorden. Los microcosmos del hogar reflejaban el Cosmos Universal; cada habitáculo tenía su propio orden, con leyes adecuadas a su singularidad. Las aduanas eran estrictas en la aplicación de las normativas que regulaban las condiciones para permitir la entrada de advenedizos en busca de un clima más soportable que el de su lugar de origen. ¡Cielos, una servilleta en la ducha!, ¿qué hace un plátano en el dormitorio?, ¿y ese tenedor en el retrete?, ¡sacad el vestido de fiesta de la bañera, se va a estropear!… Todos los objetos se movían a una velocidad incontrolada: los libros se amontonaban en la puerta de salida; los tresillos, abusando de su poderío, pugnaban con los colchones tratando de ubicarse en la terraza…

Las pesadillas se sucedían en una escala imposible de controlar; el Viejo Milenario se había emborrachado leyendo en una sola noche la novela de P.G. Wodehouse “Pobre, vago y optimista”. Recordó que la primera vez que la leyó no pudo contener la risa que le produjeron las disparatadas escenas que tan bien había descrito el autor. Sin embargo, la segunda lectura le produjo un profundo sopor y una sensación de ridículo por la mediocridad y puerilidad del texto. Pero lo interesante es saber cómo eludió el paso por la aduana un ejemplar descatalogado, usado y de autor hoy prácticamente desconocido. El polizón había burlado las rígidas normas pagando los aranceles correspondientes, con la ayuda de la menor de sus hijas, después de haber buceando en la Red hasta dar con un ejemplar que devolviese la risa a su querido padre. Sin embargo, algo se despertó en el Viejo Milenario; vestido de ropa del pasado y burlando controles se aventuró a buscar la vieja colección de cromos de su infancia que guardaba celosamente en algún recóndito lugar, protegiéndolo de ávidos cuatreros de antiguos “tesoros”. ¡Pardiez, donde están los viejos álbumes!, exclamó iracundo. Un estruendoso silencio estremeció a todas las cosas y despertó de su letargo a objetos que habían decidido acabar sus días por la acción de la erosión o el voraz apetito de la carcoma.

Una lámpara de fulgor incierto alumbraba débilmente el despacho, lugar de culto del Anciano Milenario, mientras una serie de aplausos sordos exteriorizaban la sumisión de las “pequeñas cosas” a la hegemonía de la Inteligencia Artificial. Con inusitada violencia apagó la computadora y de ese modo pudo percibir el bullicio que cientos de personas producían en la calle anunciando el comienzo de una campaña electoral que decidirá quién habrá de dirigir el destino del pueblo.

El Viejo Milenario, con ese instinto lleno de sabiduría que caracteriza a los que han vivido mucho, decidió suspender la búsqueda de los álbumes en la certeza de que habían decidido acabar su ciclo vital en la intimidad de un oscuro rincón. Y para tranquilidad de las “pequeñas cosas” decidió leer a Honorato de Balzac. Es un consejo de E. Zola para ver la vida a través de un cristal.

Te puede interesar