Opinión

Caras tiznadas

Quizás hayas leído la carta al director de este periódico que envió un preso desde el centro penitenciario de Pereiro de Aguiar. El recluso se llama Antonio Arias Rodríguez. Estoy hondamente impresionado. Casi siento vergüenza, qué barbaridad. El chico, en su postdata, me puso por las nubes como escritor.

Escribió una carta magnífica, muy lúcida. Reflexiona sobre la libertad, cuenta sus cuitas en el centro, escribe sobre el miedo que siempre anda suelto: “Se pasa mal en prisión, hay abusos hacia gente indefensa, ves peleas por un simple café y personas en alguna esquina del patio que se derrumban psicológicamente y tienen que ser atendidos por brotes psicóticos”.

Antonio tiene alma literaria. Parece salir de una canción de King Crimson: “Mi epitafio es el futuro/ y sé que mañana lloraré”. Escribe sobre la atracción fatal del abismo, sobre el inconsciente y la resistencia a dejarse ayudar. Deja entrever que cayó en la trampa del negro escotillón de las drogas. García Márquez escribió a un amigo preso toxicómano en Barcelona: “Si estás dentro, hazte amigo de los que te quieren, y trátate como alguien que debes cuidar”. 

Te cuento, Antonio. A lo largo de mi vida literaria he recibido algún halago y también palos, pero tu exagerada frase en la postdata, te juro, colega, que es más valiosa para mí, mucho más que si la escribiera el presidente de la Real Academia Española. O el crítico de arte del New York Times. Hermano, los que conocemos el lado oscuro percibimos al leer eso tan difícil que es la autenticidad. Porque escribir a estas alturas es estar en peligro.

Pero volvamos a tu carta, Antonio. Lo sabemos, los que están detrás de las mesas de caoba protegidos por astutos abogados, esos, ¡qué cabrones!, se codean con el poder, disponen de fortunas o están aforados. Mira tú, están aforados. Mientras, la prisión de Pereiro, como todas, está llena de jóvenes que entraron por vender unas papelinas. Y ya ves, hoy mismo, de nuevo, han pillado a otro ministro de manos largas.

Seguro conoces al cantautor Javier Krahe. Ya sabes, aquel que se inició en aquella pequeña y legendaria sala Mandrágora con Joaquín Sabina. Una noche, después de actuar frente a la iglesia de Santa Eufemia, me dijo en un garito: “La autenticidad no vende en cifras macroeconómicas; lo que más me duele de tanto desencanto, de tanta corrupción, de la falta de honestidad del poder es que esas cosas me han hecho peor persona, un poco cabrón y más cínico”. El pueblo es manso y aguanta todo. Antonio, tenemos que estar alerta, no olvidarnos de tiznar la cara con pinturas de guerra. 

(Escribes desde la biblioteca de la prisión. Te cuento, hermano, allá por los 80 por un trapicheo de juventud también di con mis huesos en Pereiro. Eran mejores tiempos, aquello era un recreo y el director, inolvidable José Ignacio Bermúdez, era de esos que quieren a sus presos. Sólo vi una noche malherido en las duchas a alguien con la delatora mirada de un camello soplón.

Cómo es la vida, colega. De alguna manera, Antonio, eres mi sucesor. Yo estaba allá a finales de los 80 al cargo de esa biblioteca en que escribiste de tu puño y letra esa carta al director. Cada noche iba con mi carrito lleno de libros de celda en celda.

Presiento que tienes alma de escritor. Por ahí debe andar un libro de Hemingway en que afirma: “Para escribir bien has de pasar por una penitenciaría. Un hombre sin cicatrices no es un hombre”. Venga, pon en marcha tu musa. Pronto iremos a verte. Alba quiere hacerte un retrato. Yo te contaré de la vida.

He buscado entre mis viejos papeles y créeme, en una carpeta olvidada encontré aquel poema de Benedetti que copié a mano y presidió mi mesa de esa biblioteca en que tú escribiste tu carta. Dice: “No te rindas, por favor no cedas./ Aunque el frío queme,/ aunque el miedo muerda,/ aunque el sol se esconda/ y se calle el viento,/ aún hay fuego en tu alma,/ aún hay vida en tus sueños”.)

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