Opinión

Qué daría yo

Hablo con un joven periodista. Me habla un poco desencantado: "Sabes, cuando estaba en la facultad soñaba con hacer lo mismo que los legendarios corresponsales de guerra. Con qué voracidad leía las crónicas de Javier Espinosa. Alguna lágrima resbaló por mi mejilla. Qué daría yo por haber estado en las nevadas trincheras del Ebro en la Guerra Civil Española. 

El sonido de la ametralladora cerca, Hemingway a mi vera escribiendo apresurado "Por quién doblan las campanas". Los milicianos valientes cantando con fervor "Si me quieres escribir,/Ya sabes mi paradero:/Tercera Brigada Mixta,/Primera línea de fuego./Aunque me tiren el puente/Y también la pasarela/Me verás pasar el Ebro/En un barquito de vela". 

Qué daría yo por estar al lado de Capa, empujándome un trago de su petaca de whisky mientras saca la foto más estremecedora de todas las guerras. Capa, que conoció al más cabrón de todos los soldados, el teniente Calley, que arrasó cobardemente la aldea vietnamita de  My Lai. Ay, después le llenaron la pechera de medallas". 

Mi amigo el joven periodista me dice entristecido: "Hoy el director me ha encargado tres entrevistas nada menos, por supuesto, por teléfono. Y yo que soñaba con ser capaz de jugar a la ruleta rusa una noche de tiros y alcohol en una de esas guerras olvidadas. Pero el director me dice: 'Quiero esas entrevistas ya, ayer'. Y, maldita sea, tomo el teléfono y procedo". 

 No hay tiempo ni para cantar  el estribillo de Ríos "El teléfono es muy frío". Me pregunta, si en mi generación de periodistas era así. "Ahora las redacciones son un campo minado de ordenadores". 

 "No creas que soy un taliban antitecnologías, no. Quizás te alejan de los que están cerca pero te aproximan a los que están lejos, pero te cuento, cómo vas a entrevistar a alguien sin mirarle a los ojos y saber si miente. Eso es nocivo y castrante. No hay contacto visual, se pierde la espontaneidad y no hay química. No percibes, por ejemplo, cuando hieres sus sentimientos. Hasta su olor corporal te da información". 

De pronto, mi amigo se queda pensativo y  me dice: "Como el maestro, trato de ser de la tribu que no es dócil,  de los que no se humillan ante el poder. Claro, si eres así, cada mañana has de mirar en el buzón si tienes tu carta de despido". 

(Ay, me lleno de melancolía y le cuento de la vieja redacción de la calle Cardenal Quiroga. “No exagero, entonces las redacciones eran una fiesta. Eran como la plaza general de la ciudad. Al atardecer transitaba toda la generación Nós, los 'artistiñas', algún tipo de mal vivir y poetas, muchos poetas, que habían huído disparados de los seminarios. Recuerdo ver a los linotipistas temblar cuando llegaba Blanco Amor y entregaba su artículo. Apenas una hora después don Eduardo regresaba con un puñado de correcciones. Podía suceder tres o cuatro veces. Entonces los de talleres, discretos, buscaban alivio en el anís de El Mono).

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