Opinión

"El teniente está cabreado"

Quizás por la serie “Fariña”, algunos lectores me sugieren que escriba más sobre la ‘raia’. Así que allá voy. Arzádegos, mi Ítaca, 1960, mucho bullicio, gente espabilada. Por la tarde, el arado. Por la noche, el juego y el contrabando. Esto es verídico.

Los ocho guardias civiles viven con dificultades en la aldea, sueldos míseros, alquilar la casa desvencijada a algún vecino o vivir acogido por alguna familia. No pueden excederse, necesitan cultivar un huerto prestado para subsistir, criar los cerdos en comunidad y alternar en el cafetín con los lugareños. Los que tienen cobijo en alguna familia a veces ayudan en sus menesteres: hacer el pan en el horno, cuidar de los niños cuando los padres están en el monte, calentar el caldo ellos mismos. Cada día 30 llega, puntual como el destino, el jeep con el teniente que está al mando de la zona. Las órdenes, como siempre, son reunirse en un lugar secreto, al que no tengan acceso los paisanos. Con frecuencia una cuadra en las afueras. 

Allí se diseñan los caminos que recorrerá la ‘pareja’; los escondrijos donde permanecerán al acecho. Ah, los crueles servicios de 24 horas en el monte. 24 horas extenuantes, protegidos por la fantasmal capa y el temido tricornio. Dormir tal vez a la intemperie, si hay suerte en casa de un vecino que les socorre.

Aquel día, 30 de febrero 1960, el teniente puso a todos firmes y les echó una bronca del demonio. Con sus botas altas clavadas en el suelo, espeta al cabo: “Cómo es posible que en este mes apenas hayan prendido una carga de bacalao, quinientas piedras de mechero y unos cuantos kilos de café. Son ustedes una pandilla de inútiles. ¿Dónde está el ganado del que nuestro confidente delata que pasan al anochecer al otro lado? ¿Dónde están las gavillas de mozos que salen a media noche del comercio de Don Claudio?”

El jeep con los ocho guardias y el teniente recorren lentamente los límites de la aldea justo donde está el riachuelo que hace frontera con Portugal. Llueve a cántaros, pero el teniente manda bajar a todo el mundo. Sin contemplaciones los hace recorrer a pie siete Kilómetros de frontera. Él va detrás, cómodo en el jeep con su ayudante. Está muy cabreado. En el cafetín del pueblo ya está ‘Chaparrón’, el niño astuto espía. Aprendió con los viejos contrabandistas a olfatear dónde se reúnen los guardias. Es capaz de entrar por un ventanuco en el que apenas cabe una liebre.

(Lo cierto es que los guardias desde hace un mes han perdido la conexión con su informador. “No hay rastro de él, mi teniente”. Ay, no saben que la última vez que estuvo el teniente en la aldea, el niño espía observó todo. Vio subir al fulano al jeep de la guardia civil. Los paisanos ya sospechaban de él. El sujeto es un tipo no de fiar, medio sacristán y bebedor. Encima, presume en el cafetín “A mí nunca me pillan los guardias”. 

Lo engañaron para llevarlo al cobertizo. Cuando entró, vio espeluznado a todos los contrabandistas del pueblo. “Es inútil que mientas, estabas dando información a los guardias. Llevábamos tiempo tras de ti”. Los ánimos están muy excitados en la vieja cuadra de Bernardino. Alguien dice “Cabrón, hay que matarte, por tu culpa he perdido mis terneros”. Otro “Ahora entiendo por qué los guardias sabían que yo iba a pasar aquella gran partida de bacalao. A los chivatos hay que cortarles la lengua”. El fulano tiembla y llora. Alguien pone una ‘espalladoira’ en su rostro y él balbucea “La pareja de la guardia civil me pegó para que hablase”. Enseguida le contestan “No te pegaron, miserable, ruin, te pagaron. Eres un Judas”. 

Aquel 30 de enero de 1960 hubo juicio sumarísimo en la frontera. Algún exaltado gritó: “Matémosle, arrojémosle donde vienen a comer las alimañas”. Lindo, el contrabandista más anciano, mandó callar. Puso su aguijada en el rostro del soplón. Ya sabes, en la ‘raia’ los ancianos deciden. “Desde antes de la guerra civil hasta hoy, no se mató a nadie en este pueblo. Hoy es sábado. Mañana, al salir de misa has de estar para siempre lejos de Arzádegos”).

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