Opinión

"El último cuento de Navidad"

Navidad del 73. Portugal padece de incendio de corazón. Salazar, el viejo fascista amigo del general Franco, controla el país con mano de hierro. La PIDE, la policía social, cruel y torturadora, controla todo. 

Portugal se desangra. Angola y Mozambique, sus colonias, luchan por la independencia. Los barcos regresan a Lisboa llenos de cadáveres muertos a machetazos. Gran parte de dos generaciones mueren en tierras africanas. 

Así las cosas, los jóvenes portugueses quieren emigrar a Francia, donde ya habitan muchos lusitanos. Ay, la policía no da pasaportes a nadie. 
Verín, 1973, vísperas de Nochebuena. Mis ojos adolescentes lo ven todo. La villa es un hormiguero. Taxistas y particulares no cesan de acarrear clandestinamente jóvenes  hasta la frontera francesa. Yo vi pagar cincuenta mil pesetas por un viaje. 

Un individuo, al pie de su 1500, espera la carga. Suben cinco personas. El coche parte velozmente. Ha de meterse a veces por carreteras no transitadas. Van contentos, huyen de la guerra y cantan villancicos de su tierra. 

Horas después llegan a las faldas de un monte. “Bajad, al otro lado de ese monte está Francia”. Se despiden del chófer, lo abrazan y cantan todos un villancico. La nieve les da por las rodillas. No van muy abrigados. Caminan deprisa. A la entrada de un pueblo se sorprenden, el cartel dice “Bienvenidos a…” Excuse, hermano lector, prometí no decir el nombre del pueblo zamorano. 

El desconcierto es total. Enseguida se dan cuenta del timo. Caen grandes copos de nieve. Temen sobre todo a la Guardia Civil. Deciden entrar en el pueblo, las casas están iluminadas pero no hay un alma en las calles. Es la Nochebuena del 73. 

Están ateridos. Desesperados, el más atrevido sugiere “Vamos ver o ‘padre”. Deciden llamar al caserón. Les abre un anciano cura, viste sotana vieja. Asombrado, les invita a entrar. Pronto darán las doce. Temblorosos le cuentan su desgracia. Es un cura de aldea, castellano y generoso. Les da de cenar y los acomoda como puede para dormir. 

Veinticinco de diciembre, día siguiente. El cura les llama “Arriba, arriba, portuguesiños. Primero a misa. Después tengo un regalo de Navidad para vosotros”. Los cinco rezan en la iglesia con devoción lusitana.

Termina la ceremonia, el cura camina con ellos en silencio. Como buen castellano, es parco en palabras. Cerca, discreto en la plaza, hay un furgón de pescado y un mocetón sonriente con su grisáceo mandil de trabajo. “Arriba, escondeos bajo las cajas. Nos vamos al linde con Francia…”

(Han pasado veinte años. Aquellos cinco jóvenes han seguido sus ‘sinos’. Uno de ellos, el más bravo de aquella lejana Navidad, regenta un restaurante en Chaves. Cuando entra el cliente, de inmediato lo reconoce. Le sirve la comida con esmero. El fulano va al servicio. Ya sabes, en Portugal todo el mundo tiene un arma. Mientras lava sus manos, el dueño le incrusta la pistola en los riñones. “Você, vem comigo”. 
Ambos suben a un todoterreno. El español no entiende nada y tiembla. El chófer conduce por un frondoso bosque, sólo le dice “Cante canções de natal”. Horas después se detienen. “Salga você. Tire tuda a roupa. Agora caminhe: ‘Al otro lado de ese monte está Francia”).

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