Opinión

Visitante clandestino

A Fernanda todavía la visita en sueños aquel instante mágico: el reloj de bolsillo que el hombre balanceó ante sus ojos después de apretarla contra sí y alzarla, voladora, del suelo.

Tenía tres años cuando sucedió. Apenas vio más veces a aquel hombre. Solo en fugaces instantes y madrugadas de nieve. Jamás escuchó hablar de ello en la casa que habitaban sus hermanas, su madre, su abuela y un criado.

Tardó en saber que el visitante clandestino, que vagamente recordaba, era su abuelo: el mítico ‘guerrilleiro’ Guardaríos, que anduvo doce años por los caminos en la guerrilla contra el régimen del cruel general ferrolano.

Era 1948. Las camadas de maquis se escondían en las montañas y bajaban a arreglar cuentas con los temidos falangistas, los delatores y los que pasearon a quienes no pensaban como ellos. Con frecuencia, secuestraban a alguien acusado de crímenes fascistas; le hacían un juicio en el monte y lo condenaban a pagar una ‘multa’ o, si había pruebas suficientes, a la pena de muerte.

Fernanda creció en Cabanas, muy cerca de Viveiro. El miedo y el lacerante desprecio de las autoridades siempre la rondaron.

El Guardaríos fue una pesadilla para el régimen. Era culto, había vivido en Cuba, en Buenos Aires y trabajado con los estibadores en el puerto de Nueva York. Conocía la lucha obrera, los derechos humanos y el sistema democrático. Tenía 47 años, ya tarde, cuando se unió a la guerrilla; justo el 20 de julio de 1936, dos días después del golpe. Por su profesión, tenía amigos de confianza en muchas aldeas, contactos, enlaces y refugios.

Vacíos y sin horizonte, corrían los años 40. Me cuenta Fernanda: “No era miedosa pero temía que llegasen ellos, temía oír el relincho de sus caballos, presentía sus largas capas y polainas, la puerta abajo, registrar todo, requisar a su antojo y, alguna noche, un pantagruélico festín con nuestras escasas provisiones”.

Se queda pensativa: “Aún escucho los lloros de las mujeres de mi casa el día de San Juan de 1948. Veo un gran caldero lleno de ropa que están tiñendo de negro. Mi abuela sale de casa con la ‘pareja’ para reconocer el cadáver. El teniente, la obliga a culatazos: ‘Grite que era una alimaña”.

(Tengo frente a mí a María Digna Fernanda Cedrón Trigo. Ahora abre su bolso y toma un objeto tal si fuese sagrado. Su rostro se ilumina. Pone el reloj, que midió aquel tiempo infame, en su oído y escucha el latido del corazón de su abuelo. Te juro, en ese instante ella es la niña de tres años que contempla su balanceo.)

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