Opinión

La contracultura

Recordamos perfectamente que el movimiento impresionista de pintura se considera, como no podía ser de otro modo, el punto de partida del arte contemporáneo. Partió, efectivamente, del desacuerdo con los temas clásicos y con encorsetadas fórmulas artísticas preconizadas por la Academia Francesa de Bellas Artes.


Pero, no obstante lo que antecede, hoy vamos a hablar de lo que para muchos constituye una especie de contracultura moderna.


Al grano. Por algunos individuos, se vienen embadurnando, sin ton ni son, con rotuladores y spray u objeto inciso-cortante fachadas de piedra venerables. Sin ir más lejos, recientemente varios directivos del Liceo vimos lo escrito en uno de los muros del Palacio de los Oca-Valladares, sede de la institución ourensana: Benjamín y Leocadia estuvimos aquí. Ignoro quienes son estas personas, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de un edificio declarado Bien de Interés Cultural, con carácter de monumento, mediante decreto de la Xunta de Galicia.


Desde luego, nada tengo contra la libertad de expresión. Ni tampoco contra la afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas rúas, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia mucho, cuando voy a su encuentro, hallarme, a golpe de spray o rotulador, los nombres o las chorradas de individuos generalmente anónimos, o simples pintadas de brocha gorda.


Pero hay más. En 1993, un secretario de estado francés, ni corto ni perezoso, propuso subvencionar una exposición sobre grafitos y pintadas callejeras, desde el metropolitano de París hasta los monumentos históricos. Argumentaba que eso también es arte y es cultura. Y recuerdo, perfectamente, haber oído también en televisión semejante tontería a un político español, jaleando tímidamente la idea, prudente pero dispuesto a llevar el asunto a nuestras prestigiosas Cortes. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura. El asunto, de momento, no pasó de ahí.


En realidad, lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio. No es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de cerveza y el coro de gilí puertas que se apunta a un bombardeo con tal de salir en la foto.


La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un puente, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres y mujeres, y de pronto llegue alguien con un spray y nos cuente con letras de tres palmos que la democracia la descubrió Aznar, que si Blas Piñar es de izquierdas, que a Kaime Sabidillo la sociedad le importa tres pepinos, que el imbécil de Benjamín y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura.


Lo que no llego a comprender es cómo la gente permite que ocurran esas cosas y no reacciona como debiera. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran asunto poco importante para sus togas. Los cantamañanas que salen por la televisión, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Benjamín manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Este es el país del miedo a que te llamen algo.


No se trata, pues, de que le pidan a uno el documento nacional de identidad cuando va a una droguería a comprar un bote de pintura, ni de que la policía aplique la ley de maleantes a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me agardaría, por ejemplo. tropezarme un día a Benjamín con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada del edificio del Liceo... Ergo.



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