Opinión

NOSOTROS, SALAFISTAS

Hay una ley empírica del islam como sistema político, social, económico, religioso y psicológico: cuando los fieles desatienden los ritos que controlan sus mentes y cuerpos, los imanes o los ayatolas inician revueltas, generalmente violentas, que restablecen la ortodoxia. Esta ley se ha cumplido inexorablemente durante los 1.432 años islámicos. Y está imponiéndose en los levantamientos norteafricanos donde nosotros, la OTAN, ayudamos al retorno del salafismo. Como ocurre lentamente con el regreso a la pureza en Turquía, corrompida por el laicismo de Ataturk desde 1922.


Buen ejemplo para los españoles es el de Al-Andalus: tras la conquista árabe de la antigua Hispania nacían asiduamente en su seno grupos que bebían vino y adquirían costumbres infieles. Los reprimían con pogromos locales y con invasiones salafistas provenientes del norte de África, como las de los almorávides y los almohades, que serían los Bin Laden, los Hermanos Musulmanes y los Ayatolá Jomeini de hoy. Consecuencias: guerras, disputas tribales, división en reinos taifas, y facilidades para la Reconquista hasta la expulsión del islam.


Así ha ocurrido y así vuelve a ocurrir: no hay libertad de conciencia para que surja una Ilustración que rompa el bucle fanático. Sólo pervive el control de la mente a través de unos ritos repetitivos, públicos y obligatorios. Situación que es atractiva para el hombre: el salafismo lo halaga haciéndolo superior, reafirma su virilidad, y le regala la mitad del mundo, la mujer.


Ahora, con nuestra ayuda, vuelven a caer en el islamismo reaccionario los países norteafricanos, como Libia, y posiblemente Egipto y Túnez. El siguiente, Siria. Sustituyen el nacionalismo panarabista por la sharia. El salafismo crece y, además de en países islámicos, impone ya sus leyes en muchos barrios de grandes ciudades europeas. Es un volver a empezar hace 1.432 años.

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