Opinión

La propia supervivencia

Queridos lectores, cuidado con quienes viajan. A veces las compañías no son malas per se, sin embargo, le pueden traer problemas de toda índole. Ya sabe, hoy todo el mundo quiere ir en coche. Y esta costumbre se está extendiendo a límites insospechados. Hasta los insectos se creen Miss Daisy a la espera de quien los pasee. Esto es lo que le sucedió a una señora inglesa de 65 años, llamada Carol Howarth, quien felizmente se dirigía a su casa tomando el camino que pasaba por una reserva. Yo no sé si llevaba la radio puesta o no, pero lo cierto es que no procedía de ningún aparato el zumbido que escuchó y que la perseguía como en una película de terror. Asustada por el ruido miró por los espejos retrovisores y vio en el límite del asombro y toda acongojada que, hecho un cálculo groso modo, le perseguían unas veinte mil abejas como un ejército enardecido dispuesto a una lucha a sangre y fuego.

Ustedes, queridos lectores, ¿qué harían ante un caso así? ¿Se meterían con coche y todo en el lago, o río más cercano? ¿Huirían despavoridos sin mirar hacia donde? ¿Llamarían a algún cuerpo de seguridad para que lo salvaran? ¿Se quitarían un zapato y lo echarían por la ventanilla para distraer al enjambre asesino? ¿Tratarían de dialogar con la abeja jefe que las mandaba? Todos sabemos que el diálogo con los agresores es mano de santo para que se tornen bondadosos y píos, pidan perdón y se arrepientan. Por otra parte, ¿qué movía a los insectos para tal movimiento agresivo? Las alas, ya se sabe. Pero, ¿qué había sucedido? ¿Les habrían robado la miel sin que se dieran cuenta? ¿No les gustaba el modelo de vehículo? ¿Hacían maratones de carreras? ¿Estaban estresadas por el sistema de vida actual? ¿Estaban hartas de que ese camino de la reserva fuera como la Casa de Tócame Roque? ¿Querrían invitar a la señora a un picnic? ¿Se estarían mudando de panal?

No sabemos qué harían ustedes ni lo que hizo Carol Howarth ante semejante circunstancia. Pero sí sabemos finalmente cuál era el motivo de que la legión de abejas siguiera al coche. Todo obedecía a una razón de estado: su reina se había colado dentro. Su reina, la querida, admirada, acatada reina de la colmena, que se había despistado de trono y sin la cual no podrían vivir. No perseguían a la conductora, ni al coche, solo al fundamento básico de su propia supervivencia.

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