Opinión

El flautista de Hamelin

En 1816, los hermanos Grimm documentaron un cuento medieval ambientado en la ciudad de Hamelin (Alemania), asolada por una plaga de ratas a finales del siglo XIII. Un flautista con ropaje de vivos colores se ofreció a eliminarlas conduciéndolas con su música al río, para que se ahogaran allí. Tras conseguirlo, al negársele la recompensa pactada, se vengó de los gobernantes haciendo lo mismo con los niños del pueblo, que perecieron así de idéntica forma.

Al margen de la base histórica que se ha pretendido dar a la leyenda de este flautista, lo cierto es que ofrece una potente imagen, todavía vigente, sobre el riesgo de llegar a pactos con oscuros personajes impregnados de un halo de poder mítico o mágico, en apariencia capaces de conseguir que los problemas más inabordables desaparezcan con el mero chasquido de sus dedos -o, según acontece en la fábula, haciendo sonar una flauta-. 

En realidad, el origen del desacuerdo que desencadenó la tragedia no queda claro; pues, si bien se narra que, en efecto, fue la negativa a pagar al flautista el precio convenido -incluso, el rebajado con posterioridad-, no es menos cierto que el músico fue acusado de haber introducido él mismo las ratas en Hamelin, para presentarse después como salvador ante un problema que, en realidad, habría originado él previamente con tal propósito.

Crear una necesidad inexistente por quien está en condiciones de satisfacerla con posterioridad a cambio de un precio puede parecer éticamente cuestionable, pero se halla en el ADN de cualquier negocio de éxito hoy día. Lo triste es que este esquema de pensamiento, propio de las relaciones comerciales, llegue a trasladarse a ámbitos menos mercantiles, como la política. Entonces, hablamos ya de una práctica perversa.

Lamentablemente, nuestro país no es ajeno a estos hábitos, desde el nivel local al regional. Quejas disfrazadas de cuestionable victimismo que, a menudo, hunden sus raíces en los tiempos de Chindasvinto; tanto más atrás cuanto más se pueda perder así la pista de los hechos reales, desaparecido cualquier testigo o prueba directa que contravenga una historia oficial, normalmente amplificada por los corifeos y palmeros de turno.

Esas quejas unilaterales se van transformando -más o menos sutilmente- en conflictos que, por extenderse al ámbito colectivo, acaban alcanzando la categoría de “políticos” (ya no digamos “soberanos”) tanto más complejos de arreglar cuanto más enquistados. Siempre bajo la premisa de que, en determinado momento, llegará el flautista encargado de resolverlos, quien -oh, sorpresa- suele ser alguno de los que más se empeñó en crearlos o reivindicarlos.

Y todo ello -con tal de ganar la famosa “batalla por el relato”- aderezado sin escrúpulos, en muchas ocasiones, con una guarnición retórica propia de auténticos y reales conflictos políticos (como los armados que se viven ahora mismo al borde de la plácida Europa) trasladada descarada y bochornosamente a nuestro entorno nacional. Claro que la esencia de la perversión es la falta de escrúpulos.

Debería andar con ojo avizor quien aspire a cerrar acuerdos con algún místico flautista, sea de Hamelin o de los alrededores. No vaya a resultar que, despechado éste ante un improvisado cambio de opinión, acaben ahogadas en el río no solo las ratas, sino también las esperanzas. La rescatada por los Hermanos Grimm es una de esas fábulas que demuestran que no todos los cuentos de hadas tienen por qué acabar con un final feliz.

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