Opinión

La mordaza

La Comisión Europea ha propuesto un código de buenas prácticas para eliminar la llamada desinformación en línea, fomentando la creación de una red independiente de verificadores. Huelga soslayar que el previsible resultado en cada país será que el respectivo Gobierno arrime el ascua a su sardina.

Si hay algo diáfano es que la integración en la Unión Europea supone la ventaja de ser más fuertes, tanto económica como políticamente, lo que necesariamente comporta ciertas concesiones. Una acción común exige cohesión en el desarrollo y aplicación de las normas. Es por esto que el Parlamento Europeo propuso en su momento un Tratado estableciendo la Constitución Europea, ratificada por todos los miembros y sometido a referéndum el año 2005 en España. La realidad es más prosaica. Las sucesivas solicitudes de extradición de Puigdemont a Bélgica y Alemania, igual que la reforma en 2011  de la Ley de Propiedad Intelectual por la Administración española, son simples muestras de que la legislación europea va por un lado, cerca de la declaración de buenas intenciones, mientras cada país se reparte la mejor parte, pasándose las directrices comunitarias por donde Caperucita lleva la cestita.

Pero esta cuestión de erradicar las falsas noticias propagadas por las redes sociales —fake news para los que han aprendido a leer y escribir en castellano pero al perecer no saben hablarlo—, va a terminar por producir interesantes rendimientos a quien menos debiera, y es que va a ser necesario no sólo un muy agudo sentido de la exactitud sino también un aguerrido inquisidor que le ponga el cascabel al gato. Porque en el fondo se trata de establecer la fina línea que separa lo verdadero de lo amañado, materia en la que los políticos aventajan por lo general a los periodistas por goleada. Sobre todo cuando filtran a los medios hipótesis armadas como hechos, o directamente globos sonda, con la única intención de valorar la reacción de la opinión pública para allanar el camino a la siguiente fechoría, previendo cuál va a ser la reacción del respetable ante una medida  impopular.

Ejemplos abundan como en el optimismo ciego y sarcástico de Rajoy quien, cacareando sus logros económicos, obvia datos objetivos como el volumen de altas a la Seguridad Social, el  número de demandantes de empleo o la cantidad de ocupados según la encuesta de población activa. Eludiendo analizar el poder adquisitivo de las familias o la inversión pública y privada, el Presidente del Ejecutivo sorprende al electorado boquiabierto —en especial a los pensionistas que no llegan a fin de mes— planteando la bonanza económica patria bajo el argumento de que la previsión de crecimiento para el año venidero es positiva. Esto, que más allá de un castillo en el aire es una falacia, muestra no sólo que la situación del país es pura especulación, sino que si el testimonio aportado calca el guión de los Mundos de Yupi, adulteración que transmite la sensación de que Marianico considera a la ciudadanía cuadrumanos a quienes contentar con un plátano antes que con información veraz.

La pregunta subsiguiente es quién designará los interventores en cada país. En España seguramente se seguirá el habitual modelo de autonomía que procura evitar injerencias del Gobierno en otros poderes, como en el caso del nombramiento del Fiscal General del Estado o los magistrados del Constitucional. Este nueva vuelta de rosca a la libertad de expresión es un mecanismo para instrumentalizar el control sobre los medios y la libertad de expresión. Camuflada de virtud es un simple bozal. El verdadero paradigma consiste en economizar tijeretazos y aspirar a una instrucción plural, ética, íntegra y universal, que forme a ciudadanos libres y autónomos, capaces de diferenciar la paja del grano y de rechazar tanto las falsas noticias como la conspiración institucional para controlar la información. La cuestión es por qué en la Internet profunda se trafica impunemente con  humanos, drogas, armas, órganos, prostitución,  pornografía ilegal, etc., sin que ningún legislador quiera meterle mano.

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