Opinión

La medida de las cosas

Reconozco que comprendo, aunque me dejaran perplejo, las palabras del papa Francisco invocando límites a la libertad de expresión: “No se puede provocar” y “no se puede ofender” a la religión. ¡Será que no se puede insultar ni agraviar a la condición humana, digo yo!

Por supuesto que para cualquiera de nosotros levantarse de buena mañana, llamar al timbre del vecino, romperle la cabeza con un piedra y comerle las vísceras es una atrocidad, pero para un antropófago se trata de una comunión, un acto místico y por supuesto de naturaleza religiosa. ¿Debemos calificar como intachable semejante conducta?

En ciertos países teocráticos suceden acontecimientos inaceptables para un occidental, a saber, cuando una mujer que se pasa el día oculta bajo un burka es violada, el progenitor, o en su defecto el hermano mayor, ha de matarla para “restaurar el honor de la familia”. Ojito que no ejecutan al hijo de mil padres que la forzó sino a la víctima, reduciéndose el castigo para el “justiciero” homicida a tres meses de cárcel en régimen abierto, y ni reproche para el violador porque la culpa la tiene ella “por ser mujer”. Vamos, un paraíso para la estupidez, que a tenor de lo que dicta el sumo pontífice no puede ser criticado porque claro, constituiría una afrenta a la fe.

Al parecer los que se salvan del oprobio son los cristianos crucificados en Iraq, Egipto o Siria, ya que su ejecución, lejos de interpretarse como una mofa a sus creencias, parece no ir más allá del jocoso incidente, un simple asesinato con un marcado respeto ritual.

Dejando al margen cuestiones muy puntuales de la guerra del Líbano en los años ochenta del pasado siglo XX, a causa de todas estas barbaridades aún no he tenido conocimiento de ninguna célula terrorista cristiana sembrando el caos por desacuerdo con la política de esas naciones, cuestionando que algún día llegue a verla, por más ultrajados que puedan sentirse los adeptos a Cristo.

Si el país galo contempla la libertad de expresión —como pueda ser el caso de España—, cabe preguntarse por qué un ciudadano o un medio de comunicación deba morderse la lengua porque en las antípodas alguien opine de otro modo. La tolerancia debe circular en ambos sentidos, ¿o es que acaso es legítimo cruzar medio mundo para masacrar a quien crea distinto? Lo que se hace intolerable es arremeter con las armas contra una sociedad para silenciar a quien no piense igual.

Aunque no sea santo de mi devoción, esto lo comprendió Aznar durante la crisis de Perejil, pese a que endiosado fuese incapaz de explicarlo a tiempo a tres cuartas partes de España, sin que sea necesario ser visionario para comprender que junto a Italia, Francia, Malta o Albania, somos el dique de contención de la más pujante frontera ideológica. La voluntad conciliadora es encomiable, pero el precio de la paz jamás puede pasar por el sometimiento a la mordaza, la represión, el terror o el fanatismo.

Te puede interesar