Opinión

Obras son amores...

Por estas fechas Galicia ha vuelto a arder castigada por la lumbre mientras más de uno, arrimando el ascua a su sardina, aprovecha para señalar como culpable de la tragedia a la Plaza del Obradoiro, obviando que ninguna Administración dispone de recursos para contratar a personal suficiente que desarrolle labores de vigilancia y prevención sobre una superficie de 2,36 millones de hectáreas de  masa arbolada.  Resulta inasumible disponer de efectivos sobrados para sanear y limpiar los montes, sobre todo considerando, sólo como ejemplo, la dejadez de las concesionarias eléctricas que, exigiendo un corredor de cuatro metros y medio a cada lado de sus postes, apenas destinan un céntimo a mantener rozados sus tendidos o las líneas del gasoducto, sobre las que prolifera una verdadera selva de matorral. El bosque arde por estar inculto, cierto, pero en un rural cada vez más despoblado resulta inhumano exigir a ancianos de ochenta años que lo desbrocen o costeen con sus exiguas pensiones a jornaleros que lo hagan.

Pero más grave aún que el fuego es la actitud de quines pretenden capitalizar los incendios en el más artero de los beneficios. Todo el mundo asistió al dantesco espectáculo de los integrantes de la asociación Nunca Máis cuando, tras acusar de responsable al gobierno del PP anterior al bipartito, salió a la calle durante el mandato del PSdG-BNG para culpar a unos Populares que, tras cesar en el Palacio de Rajoy, carecían de competencias, continuando finalmente por censurarlo al volver al poder, demostrando que en ese colectivo jamás hubo autocrítica ni ambición por defender el monte, sino sólo la inquina de utilizar la tragedia como arma política.
El fuego no sólo perjudica a unos cuantos urbanitas exaltados que se lanzan a la calle a protestar sin tocar jamás una hoz, una pala o una manguera para acudir en auxilio durante las labores de extinción o socorro a los damnificados. El siniestro causa daños por igual a todos: a los propietarios  por las pérdidas materiales y al resto de los ciudadanos por el deterioro medioambiental con sus consecuencias.

No existe mayor error que politizar estos estragos, ya que banaliza la cuestión y distrae la realidad del tema, sustrayendo la atención sobre los verdaderos causantes. El fin de la catástrofe no pasa por un cruce de acusaciones sino por poner en valor el monte, planteándolo como una industria sostenible que genere beneficios que atañan al interés general.

Tiene que existir un término medio, una solución que podría pasar por intensificar la silvicultura institucional —aceptando incluso una explotación a través de concesionarias—, procesando rastrojo y rama del desbroce para producir biometanol, convirtiendo a Galicia en un referente del biocombustible, proporcionando no sólo independencia energética sino también cuantiosos impuestos directos que redundarían en la financiación autonómica.

De los subproductos del biometanol podría destinarse el bagazo indistintamente a su transformación en biomasa dedicada a la elaboración de pella para calderas de calefacción, a compostaje para abastecer a la industria agropecuaria y forestal, o para la obtención de celulosa con que nutrir tanto a fábricas de papel como a la de celuloide o plástico, todo ello sin menoscabo del aprovechamiento de la resina y madera.
Toda esta actividad supondría proteger el monte rentabilizándolo, creando multitud de puestos de trabajo directos e indirectos y enriqueciendo al país. Pero que nadie se llame a engaño: tanto beneficio exige voluntad por todas las partes y estar dispuesto a arrimar el hombro. El día que el monte sea más rentable que la quema, se dará carpetazo definitivo al fuego.

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