Opinión

El tufo

En 1.601 veía la luz la tragedia de Hamlet, quien en la explanada del palacio de Elsingor escuchó por boca del centinela Marcelo una frase que se haría histórica: “Algo huele mal en Dinamarca”, aforismo acuñado por Shakespeare, que en la vida política evoca hoy las cosas que marchan mal en un país a causa de la corrupción. Quizás es que el dramaturgo inglés fue un visionario capaz de anticiparse a lo que sucedería en la Ciudad Condal siglos después, pero lo cierto es que de unos días para acá, Barcelona amanece anegada de un nauseabundo olor a boñiga tan intenso, que ha llegado a confundir el entendimiento de los técnicos encargados de averiguar el origen de la pestilencia, hasta el extremo de no ver lo que está delante de sus ojos: Artur Mas la ha cagado de tal manera ante el temor de que hagan astillas del árbol caído, que ya sin escrúpulo está dispuesto a encenderle una vela a Dios y otra al diablo, intentando manejar al Parlamento catalán, movido al vaivén de una marea que busca la emancipación rechazando a la cabeza visible del proyecto, con un Mas dispuesto a vender lo que haga falta, y hasta a tirar la casa por la ventana si fuera necesario, con tal de mantener sus posaderas, con o sin diarrea, en el escaño del president.


Que a más de uno le roe que el convergente continúe al mando del Ejecutivo autonómico no es novedad. Lo dramático no es ya que los extraños lo rechacen, sino que los propios estén hasta la barretina de su empecinamiento cerril por perpetuarse en su posición enrocada, ambicionando  ser el primer jefe de un hipotético estado catalán soberano e independiente. El problema surge cuando los soberanistas invocan el respeto al electorado a decidir su independencia, mientras desde las tribunas del Parlamento catalán desoyen a cuantos se oponen a la secesión de España, obviando que rondan la mitad de su población.


Mientras esto sucede, unas arcas autonómicas exhaustas son incapaces de hacer frente al pago de sus obligaciones sanitarias, forzando a cerrar oficinas de farmacia y privando a los ciudadanos de medicamentos, como una muestra más de la pobre gestión de los recursos públicos empeñados en anteriores gastos faraónicos que ahogan a la ciudadanía, mientras la Administración catalana transita en definitiva hacia el colapso.
A estas alturas del debate cabe preguntarse cuál es el pecado del Pueblo catalán para sufrir  semejante penitencia.

La respuesta es tan ambivalente como sencilla: por un lado está la pérdida de réditos y otras prebendas que para Cataluña supuso que CiU dejara de ser bisagra en Madrid como lo fue con el gobierno de Aznar; por otro está la falta de responsabilidad desde las propias formaciones políticas que consintieron una campaña en la que una serie de políticos facinerosos, ocupados exclusivamente en sus propios intereses, convirtieran unas elecciones autonómicas en plebiscitarias, eludiendo cualquier otro tipo de compromiso y magnificando la independencia para silenciar sus incumplimientos electorales aflorados con las crisis económica .

Ni un sólo candidato hizo una simple propuesta para mejorar la vida de sus conciudadanos, reduciendo el debate a llevar bajo el brazo la bandera de España, o a ondear la Estelada Azul, empujando a los catalanes a depositar un cheque en blanco en las urnas.


Así las cosas, antes de aceptar candidatura alguna a President del Parlament Catalán, habría que exigirle al aspirante un programa con clara voluntad de servicio a la ciudadanía, en lugar de un cambalache roñoso con la vocación simple de seguir mamando de la vaca del Estado, porque como establece la máxima jurídica romana, de un acto ilícito no deben derivarse derechos para su autor.

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