Opinión

Turismo de ley

Tal como están las cosas, cualquier turista debe asumir una cola de media hora para conseguir un boleto, y otra de dos horas para entrar en un espectáculo, museo o actividad cultural en su destino como viajero, esfuerzo que cada vez menos está dispuesto a compartir el habitante del lugar.

Ruido, alteración del patrimonio, humo, degradación medioambiental, contaminación, y de un tiempo a esta parte, en muchas ocasiones, los visitantes dejan tras de sí un reguero de basura y meadas. Son algunas de las consecuencias de la masificación turística. La belga ciudad de Brujas se lleva la palma con 21 turistas por habitante. Situación que comparten con ciudades por el mundo como Kioto, Amsterdam, París, Roma o Berlín. Venecia ha implantado un nuevo modelo imponiendo un gravamen de cinco euros a cada visitante para paliar los efectos de la masificación turística.

Por otro lado, la costera ciudad croata de Dubrovnik, localizada en la costa de Dalmacia, ha prohibido el uso de maletas con ruedas ante las continuas quejas de sus residentes, hartos de no poder dormir por culpa del ruido. 

Pero en España la cosa no cambia excesivamente: Barcelona, Tarifa, Málaga, Cantabria, Madrid, Ibiza, Tenerife... los que se llevan la palma son los vecinos de Benibeca Vell, renombrada como la Mikonos menorquina, quienes denuncian que los turistas se descuelgan por sus balcones, entran en sus viviendas y les roban.

Queda claro que aquella mina, el diamante en bruto descubierto en los años sesenta en España por el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, ya ha alcanzado el apogeo, que no la madurez, está tocando fondo y a punto de colapsar ante la queja generalizada de los moradores de las mecas propuestas por las agencias de viajes.

Desde dificultades para abastecerse con normalidad en los mercados a los precios disparados e incluso disparatados de artículos de primera necesidad por la presencia de turistas. Imposibilidad de encontrar pisos en alquiler al crearse una burbuja de apartamentos turísticos. Verdaderos problemas para cenar en un restaurante o tomarse una simple caña al desbordar el aforo de muchos locales de hostelería y ocio. Estas y más son las consecuencias de la masificación turística.

Playas atestadas en las que hay que madrugar a las seis de la mañana para acotar un espacio donde tomar el sol a media mañana. Chiringuitos inaccesibles. Aparcamiento que se convierte en una operación imposible, pero también sobreexplotación de recursos públicos.

Los turistas multiplican el uso de suelo urbano, servicios de recogida de basuras, de limpieza, atención sanitaria, bomberos, policía, ambulancias, etc., pero no aportan nada para su sostenimiento. Quiere esto decir que una población de cien mil censados que recibe trescientos mil visitantes anuales, supone el triple de gasto en servicios para sus habitantes que en un razonable porcentaje no obtiene ningún beneficio del turismo pero, por el contrario, debe soportar sus consecuencias.

Precisamente por eso ahora que está en boga todo tipo de economía sostenible, y considerando el esfuerzo e inversión económica que las administraciones locales y autonómicas en este apartado industrial, deberían cegar el pozo antes de que se ahogue la oveja, desarrollando una legislación que proteja el patrimonio, la convivencia y el bienestar de los habitantes frente al turismo desaforado, así como el gravamen que deberán satisfacer los turistas para sostener los servicios locales y el mantenimiento de las instalaciones. La previsión y equilibrio es la base del disfrute, porque un turismo que ignora a los habitantes, acarrea graves daños morales, materiales y psicológicos en la comunidad donde se instala. 

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