Opinión

Ourense, ciudad fantasma

Las calles, solitarias. Al pretexto le llaman lluvia, frío, inclemencias, Pepito o Juanita, cualquier motivo. Tal vez sea más probable, pienso yo, que esta soledad, mirada desde detrás del cristal de una puerta, sea consecuencia natural del paso de la vida por Ourense, con su defecto de cifras inter generacional (los de arriba sin relevo suficiente en los de abajo), déficit que hace negativa la resta demográfica. Además, demasiados años acumulados en tantos ourensanos a puntito de peligroso resfriado hacen que en caso de pillarlo transformen su ‘a puntito de’ en ‘punto y aparte’ vital, con lo que resultaría peor el remedio de salir de casa que la enfermedad de despoblar definitivamente aún más la ciudad. Pero sí, las calles hoy suenan a muerto, con campanadas silenciosas que nadie tintinea, y el grisáceo día amortaja el ánimo de los que lo vemos pasar sin almas pateando el suelo. Acaso tenga algo que ver también el gran tamaño de paro y su lógica consecuencia migratoria. La tercera causa, probablemente la más contundente y reforzadora de mi impresión de hoy, es que Ourense está plagado de fantasmas. Nadie en la acera. No se ve a nadie pasar. Pero es natural, pues los fantasmas no se aparecen normalmente en espacios abiertos, son espíritus que viven y se muestran fundamentalmente en casas, casonas y palacios, que en este caso no les pertenecen pero se apropian gracias al singular dejarse caer en sus brazos los demás ciudadanos, que preferimos anular nuestra reflexión que cuestionar ningún pensamiento heredado, tal como ya denunciaba Montaigne que pasaba en su época del Renacimiento.

Sí, percibo que en Ourense viven fantasmas de todo tipo y nivel. Seguro que como en otras muchas ciudades de España, pero a mí me importa ésta, la mía y en la que vivo. Algunos ni siquiera sabemos que somos fantasmas, o tenemos dudas al respecto y más como adjetivos que como sustantivos, pero en cualquier caso fantasmitas tan pequeñitos que una sábana de cuna bastaría para taparnos. Pero otros, ¡ay, otros!, quizás tampoco lo sabrán pero lo son, y tan grandes que llevan en sus trajes de representantes públicos enormes agujeros a la altura de los ojos que por la vista pudiera colarse ya cualquier Titanic de reflexión crítica. No obstante, tragan la crítica sin inmutarse, como si otros espíritus a su vera se encargaran de ser laxantes. Así, venga más declaraciones en apariciones públicas vendiendo humo que tape la realidad del fantasma, que tras su apariencia no hay nada, solo delirios de grandeza. Son fantasmas de la política y la sociedad que no dan soluciones ¡ni de coñas! a los problemas estructurales que se arrastran desde tiempos dictatoriales pero que se aparecen a nuestra vista acrítica extendiendo una gran sábana – nada Santa pero de talla tipo cama Sheraton- para imponernos su autoridad cual los alfaquíes imponían sus palabras; nuestros fantasmas también creen, como aquéllos, que las virtudes clásicas del intelecto, la incredulidad, el afán de innovación y el espíritu de rebeldía, son fuerzas contrarias que los pueden destruir y por ello tejen más tras su traje, para taparse.

Espero que el fantasma que se de por aludido aquí no sea ningún obispo Cirilo que azuce contra mí esta autocrítica sobre Ourense (tan mío como el de cualquier otro ourensano aunque no milite en oficial ourensaníal), hasta querer lincharme cual Hipatia sin sabiduría, pues la verdad será que en lugar de ciudad fantasma sea fantasmagórica, y lo mío simple ilusión de mis sentidos.

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