Opinión

Las llaves de Elsa

Mucha gente pasados los cincuenta comienza a preocuparse. Tiene la impresión de que se inicia una progresiva pérdida de memoria. 

Elsa echó la mano huesuda a su mentón. ¿Dónde están? Tenía la seguridad de que había dejado sus llaves sobre la colcha verdosa. Incluso era tal la seguridad que le molestó enormemente que Fran la mirase de forma comprensiva. Mirarla así suponía que ella habría perdido el oremus.

Una vez puesta la falda abrió el armario para coger una rebeca. Puesto que el frío ahora con la noche era más notable, llevaría la de color canela. Pero…tampoco estaba.

Demasiadas coincidencias. Se dejó caer sobre la butaca acharolada que a los pies de la cama permanecía como un recuerdo de su finada madre. Tomó aire. Recordó cómo aquel psicólogo había enseñado a relajarse. El aire entró despacio en su nariz y colándose la inundó completamente. Luego, de manera pausada, fue soltándolo en una espiración controlada.

Podría suponer que su propio esposo quisiese “quedarse con ella” y le escondiese las cosas por puro divertimento. Optó por otra chaqueta y se echó todos sus pensamientos idiotas a la espalda. Cerró la puerta con un suave “clac” y tomó el ascensor.

La ciudad estaba preciosa con sus claroscuros, las farolas amarillentas y las palabras que parpadeaban sobre los negocios. Todo le recordó aquel tiempo infantil de las luces de neón. Cuando se dio cuenta ya estaba fuera de la urbanización y enfilaba a gran velocidad una carretera más negra que boca de lobo.

Mientras conducía, su historia personal pasó rauda delante de sus ojos azulados. Unos estudios de Economía en la universidad, una estancia de pocos meses en Londres, el encuentro fortuito con quien era hoy el padre de sus hijos, una copa o dos, el asiento reclinable de un Mustang… en fin, la habían lanzado a una madurez que ahora valoraba, a trazos rápidos, como una existencia insulsa. Pero la vida es así, pensó, ya que antes de terminar el borrador de tu plan de vida, todo está llegando al final.

Los coches se cruzaban con ella indiferentes. Eran como aquellos otros seres humanos que, en aquellos años, se habían cruzado con ella, pero a quienes nunca guardó en su pensamiento ni en su corazón. Eran sólo seres circunstanciales.

De pronto, al fondo de la autovía, el farolillo de la Guardia Civil giraba azul y repetitivo mientras se mantenía el aullido de su Land Rover. Se detendría y aparcaría a un lado. Un oficial le indicaba con su linterna que hacía bien en detenerse.

Sobre el arcén aquella mujer de mediana edad estaba ya tapada con una rebeca canela. Se horrorizó. Ella nada podía hacer sino ser testigo de aquel charco de fluidos humanos. Comenzó a llover, primero levemente y luego con desesperación. El jefe de pareja se le acercó y recogió las llaves abandonadas en el arcén. Oyó cómo el agua chisporroteaba en su tricornio. 

Le pareció verlo todo desde muy arriba. Se sintió, ingrávida, una hoja desprendida de su árbol y movida por el viento.

 Se asustó. Con estupor miró aquellas llaves que eran… las suyas. ¡Las suyas! Aquellas que habían permanecido desaparecidas. La lluvia empapaba su cabello que chorreaba hirsuto y lacio.

Continuará…

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