Opinión

Las fiestas de los alrededores

Quienes en la época de referencia de los 50-60 no han disfrutado de las fiestas de los alrededores de la ciudad es que o no han tenido juventud o no sabían que había extrarradios en fiestas. Entonces, ésos, que levanten la mano porque seguro que son muy pocos.

Aquellos San Amaro de Oira, la Virgen de Reza a la orilla del Miño, la fiesta de Cudeiro, la de Velle, la de Piñor, Seixalvo, las Nieves en Quintela de Canedo, tambien Vilar de Astrés, Ceboliño y otras muchas de los pueblos cercanos, solían estar amenizadas gran parte de las veces por aquellas magnificas orquestas orensanas como eran Reñones, Jo, Continental y otras, que nada desmerecían ante las de fuera de la provincia que, eso sí, disponían de un elenco de músicos mayor, por lo tanto parecían más importantes y que por ello algunos pueblos se esforzaban económicamente para traer a sus patronales.

A aquellas fiestas se iba en pandillas mixtas, chicas y chicos, y como único vehículo de transporte, “la zapatilla”. Se celebraban generalmente en verano, calor de justicia y a las cinco de la tarde. Tras reunirse la panda, se iniciaba el viaje hacia el sarao correspondiente, del que normalmente había que regresar por igual medio, como mucho a las nueve y media de la noche para estar en casa a una hora prudencial. Costumbres de la época.

Se pasaba bien. En el camino de ida, la pandilla, si era muy grande, se disgregaba un poco, y si ello era menester, se parrafeaba por parejas, que muchas veces definían también un poco las preferencias de unos y otras para el bailoteo festivo.

Se formaban otras pandas en las que hacían la “excursión” chicos solos, en busca del ligue con alguna moza del pueblo, o invitada al mismo por algún familiar. El éxito no estaba garantizado, desde luego, pero tampoco así se pasaba mal. Unos y otras eran felices con los flirteos. Más de una vez, en estas romerías se empezaban románticos compromisos con meta imprevisible incluso pasados los años.

Las “festongas”, como popularmente se llamaban a las patronales del extrarradio, eran el más socorrido escape para el asueto de los mozos que dejaban atrás la pubertad y empezaban a no vestir con el pantalón bombacho, para merodear por sí solos. A las chicas, sin embargo, que también comenzaban a ser mujercitas, les era un poco más difícil la incorporación a esta diversión juvenil, por los controles horarios domésticos y, más que eso, por las circunstancias de tener que saber sus progenitores con quien o quienes se acompañaban sus hijas.

Cuando se regresaba del sarao, después de haber disfrutado toda la tarde del “bailoteo agarrado” incluyendo algún tenue y disimulado arrumaco, a veces sudando la gota gorda, se pensaba ya en la fiesta del domingo siguiente, pero la composición de la pandilla ya seguramente era distinta. Y si entre medias, en algún barrio de la ciudad, ese día había también celebración musical festera, se prefería no hacer el viaje y ya cada uno campaba por sus respetos.

Las fiestas de los pueblos cercanos, a las cuales se asistía para bailar, y no como ahora que se va para “admirar las orquestas”, para la juventud orensana eran muy importantes; se acudía a ellas con cierto complejo de superioridad por ser “chicos de capital” y creernos que solo por eso ya se ligaba más, cuando para nada era así. Lo que sí ocurría era que nos inflábamos a andar y pasábamos calor. Pero aumentábamos el colorido del lugar donde se celebraba la romería, el bailongo; y eso también lo agradecían los de la comisión organizadora del evento, que viendo aumentada “la clientela”, y siendo esta juvenil, mucho mejor; la animación y el éxito eran patentes. Ya a las verbenas era más complicada la asistencia. A eso se renunciaba por la imposibilidad del medio de transporte, salvo raras ocasiones en que “un mayor” nos acercaba en coche que tenia el privilegio de poseer.

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