Opinión

El humor en aquellas barberías

Por la normal falta de medios de la época, el aseo personal dejaba un poco que desear. Por eso no era precisamente importante que lo que no se veía tuviera que estar en estado de revista. Pero eso sí, la “buena presencia” exterior era primordial, por lo que acudir al “fígaro” con cierta asiduidad para un buen rapado o afeitado era necesario. Lo demás, la pulcritud interior, era secundaria, dicho ello solo con ánimo de reflejo de una realidad social de la época.

Las barberías, aparte del servicio que al cliente hacían, eran a la vez foros de discusión de cualquier orden, sobre todo después del horario comercial, que era cuando más afluían los clientes. Las noticias, los chascarrillos, los bulos, las bromas, las verdades y mentiras con sorna, pasaban necesariamente por estos establecimientos. A ellos acudían personas de toda gama social y condición. Y en ellos, siempre ubicados a pie de calle, había no menos de tres o cuatro sillones de trabajo con sus correspondientes barberos.

Había bastantes locales en la ciudad, cuyos titulares contaron mucho para docenas de anécdotas, unas más célebres, otras menos, pero el carácter de todos los corta-pelos y su ambiente eran similares.

Estaba la de Luis Moure (por ejemplo), en Curros Enríquez, frente a la Torre (de aquellas un solar). Se contaba que el Sr. Moure, cuando no tenía clientes, no le importaba salir a la acera con una silla y echaba una siesta sentado al sol. Algunos cachondos que le conocían, lo levantaban entre dos con silla incluida y lo transportaban del lugar varios metros, poniéndolo mirando para otro lado; él seguía con su profundo sueño. Dicen que en una ocasión necesitaba un aprendiz de peluquero, y a aprender el oficio acudió Antonio, un chico que muchos años después era el maestro de la Salamanca, un chaval de 14 años. Para enseñarlo, y como el rapaz aún era pequeño y no llegaba a la cabeza de los clientes, se le ocurrió hacerle una pasarela de madera que bordeaba el sillón de trabajo a medio metro de altura, para que subido y andando alrededor, pudiera manejar la tijera en la cabeza de los parroquianos.

Otra de las barberías sobradamente conocidas era la de Chicho Custodio, en el barrio de A Ponte. Y no era para menos, porque Chicho era continuador de varias generaciones de importantes y célebres barberos; su local estaba situado frente a la desaparecida estación de Puente Canedo, por aquellos años 50.

Un peculiar elemento que frecuentaba la barbería aquella era un tal “Gaceta”, que no teniendo mucho que hacer, era un buen animador del tiempo de espera de los clientes. Primero, enzarzaba a varios en una discusión (de lo que fuera, era igual), y luego con disimulo salía a la acera y se marchaba a toda prisa, dejando a todos sumidos en una fantástica algarada. Custodio tenia entonces que poner orden temperando el ambiente.

Había otro personaje (entre muchos célebres pontinos) que era todo lo contrario: Don Fermín, un hombre serio pacificador y consejero (de dar consejos a quienes los necesitaban). Entraba de mañana en la barbería y saludaba diciendo: “Buenos días les dé Dios a los pobres… y que a los ricos los joda”. Luego, a medida que iban entrando más clientes y amigos, y sabidas las características de cada cual, ya se iban gestando las adecuadas tertulias.

A veces, otro genial personaje se asomaba. Era Bartolo, uno de los más grandes ocurrentes de la historia pontina y orensana. Era el clásico pícaro oportuno que “ponía guindilla” en cuantos cocidos intervenía. También en la barbería de Custodio. Un día, hablando seriamente de negocios con otro amigo, le comentaba al oido: “Se queres saber donde millor podes establecerte… fíxate ben onde se poñen os pobres para pedir limosna”.

Se cuenta que en otra ocasión, en la peluquería Linares, situada en la calle del Progreso, esquina a la de Reza, el oficial barbero (haciendo referencia al masaje para aplicarle en la cara a un paisano forastero, que había entrado a afeitarse), al final del servicio le preguntó al cliente: “¿Qué fago… bótolle corriente, ou do millor?” A lo que el compatricio (observador de la retranca imperante en el local mientras le afeitaban), le contestó: “A min poñame una copa augardente soa, que é o que bebo polas mañás, antes de almorzar; e se non a tedes, ide pro carallo”. Se levantó, pagó y calle de Reza abajo se fue mascullando incoherentes frases.

Bueno, son anécdotas (habría muchas más) que con socarronería se prodigaban en las barberías de la época entre clientes y barberos. Por cierto, las puertas de entrada al sitio se distinguían desde lejos, porque tenían siempre el dintel pintado con unas franjas oblicuas de colores blanco y rojo (por los bordes), indicativo precisamente de que aquello era el local del “fígaro”. De este detalle sí que os acordaréis, supongo, ¿o no?

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