Opinión

Conversaciones tiernas

La vieja, con la tranquilidad y la sapiencia dibujada en su rostro que solo dan los años vividos, las batallas superadas y las penurias de las peores épocas del hambre y la emigración, se quedó mirando a su marido fijamente, sin que él se diese cuenta, entretenido como estaba liando uno de los pocos cigarrillos que se podía permitir en todo el día, pese a que el médico del pueblo le había advertido de lo insano de esa costumbre, consejo caído en saco roto: “Na miña idade, doutor, qué lle quere; non vou deixar de facer unha das poucas cousas que aínda me dan pracer hasta que me morra”, le había contestado con un rictus fatalista el viejo al médico; y como su mujer, sentada a su lado en la consulta, lo mirara de tal manera que no hacía falta que le dijese nada más, tan bien conocía él lo que decían aquellos ojos, apostilló acto seguido: “Pero está ben, doutor, non se fale máis, tentaréi de deixar o tabaco; e ti, velliña, non te enfades conmigo”. La vieja, mirándolo ahora en la sala de estar, recordaba también el carácter jovial de su marido cuando se conocieron en la aldea, apenas veinte años tenían los dos de aquellas; cómo su energía y vitalidad fueron más fuertes que la desesperación y la tristeza por tener que abandonar esta tierra en busca del pan en mundos lejanos y desconocidos; y cómo allí, entre gentes extrañas que hablaban un idioma también extraño, cada día después de una larguísima jornada de trabajo en la fábrica, recogidos ya en la modestísima habitación de la pensión en la que se alojaban, aún conservaban ambos el buen humor y la fuerza para regalarse sonrisas, caricias y arrumacos fogosos con los que se decían recíprocamente que se querían. La vieja ahora, muchísimos años después, lo miraba con una mezcla de ternura y melancolía, sabedora de que, después de toda una vida juntos, cabía la posibilidad cercana de que una mañana se despertase sin escuchar el ruido de la cafetera que su marido le preparaba justo después de que cantase el gallo. La anciana mujer tuvo que sacar de la manga de su jersey negro un arrugado pañuelo con el que enjuagarse los ojos vidriosos que le nublaban la vista y el alma. La vieja se dirigió al viejo:

“Xosé, ti sabes cantos anos levamos xuntos?” Él la miró; hacía tiempo que no veía aquella luz llena de emoción en las pupilas de su compañera. “Toda unha vida, María. Xa vai para sesenta anos”, contestó. Quiso traer a la memoria algún recuerdo de su juventud en el que no entrase ella de lleno como un torbellino; pero se le aparecía su amor en cada imagen. “Non coñecín a outro home en toda a miña vida”, le dijo ella. “Eu tampouco a ningunha outra muller”. “Ay, Xosé -le respondió-, por qué mintes? Teño que lembrarte o que facías coa filla do boticario no palleiro pola noite nas festas da aldea?”. Xosé sonrió, diríase que orgulloso de que su mujer le reconociese, después de tantos años, sus triunfos en sus años mozos, cuando traía locas a las chicas del pueblo por su percha y su gracia para embaucarlas. “Muller, eran cousas sin importancia, non vaias pensar; eu, desde que te vin a primeira vez, xa non tiven ollos para ninguén. Pero, que che deu ahora para falar disto, mullerciña?”. “E que non quero que me deixes, meu home; morrería de pena”, le dijo ella con la voz trémula, casi inaudible para los ya duros oídos de su marido. “Nunca me irei, María, xa o sabes; sempre estaréi ao teu carón”. Ahora era él quien se secaba los ojos, emocionados, recordando las veces en las que esa maravillosa mujer lo había consolado en los días más duros que en ocasiones recordaba en soledad.

“Solo quero unha cousa, Xosé: que me leves contigo alí donde vaias; quen sabe as mulleres que andan rulando polo outro mundo. Xa ves canto che quero, e o toliña que estou por ti”.

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