Opinión

Ficción peligrosa

M aría caminaba de regreso a su casa, como muchas mañanas, después de haber hecho acopio en la plaza de abastos de las viandas necesarias para preparar la comida del día. A sus setenta y cinco años cada vez le costaba más arrastrar durante ese kilómetro el carro de la compra. La artrosis de rodillas y una espalda machacada tantos años fregando escaleras tenían la culpa. O la edad, simplemente. Vivía en un pequeño piso de la primera planta de un modesto edificio situado al lado de la vieja cárcel de Ourense. Ella quería irse a la aldea, pero sus hijos la habían convencido para quedarse ahí y no vender, pues algo habían oído sobre un proyecto de construcción de un hotel/balneario en la antigua cárcel, y a buen seguro que podrían pedir mucho más dinero por su pequeño apartamento, por aquello de la revalorización. Ella no las tenía todas consigo: «Como espere un año más a que construyan el hotel, me daré unos baños desde la tumba. Maldita sea».

El caso es que allí seguía viviendo; y de un tiempo a esta parte, cada vez que pasaba por la acera a lado de la vieja prisión, se acordaba de mirar de reojo y con temor hacia arriba, pues la fachada parecía caerse a pedazos, y el alero de madera del tejado se veía absolutamente podrido, presa de los años, de la humedad y del abandono público. En alguna ocasión creyó ver incluso en la acera minúsculos restos descascarados, y quiso pensar que aquella sería la última vez que los volvería a ver. María era muy precavida. Pero ese día no lo fue. Ese día su mente vagaba por las caricias tiernas de su marido, que la había dejado un año antes. Había comprado en la plaza unas sencillas flores para llevárselas al cementerio. Por eso se despistó. Pasó despreocupada por debajo de ese alero, llena solamente de la pena que aún arrastraba por dentro. Puede que, aunque hubiese mirado hacia arriba, no le habría dado tiempo a esquivar la viga que se le venía encima. Quién sabe. Sintió solo un leve chasquido dentro de su cabeza, escuchó lejano, caso imperceptible, un grito de horror, y al instante solo hubo oscuridad. Entonces lo vio, corrió hacia él, lo abrazó y le dio en mano las flores que llevaba para su tumba.

Parecía que de nadie era la culpa. Los hijos maldijeron el día en que convencieron a su madre para que no vendiese el piso. Por eso, como homenaje póstumo, juraron que no descansarían hasta que el culpable de aquel crimen pagara por ello. Pero no sabían por dónde empezar. En el Concello se deshicieron en pésames cuando fueron allí a recabar información sobre lo sucedido. «Lo sentimos muchísimo; nadie podía prever que iba a pasar esto», le dijo alguien desde la Concejalía de turno. Pero ellos no lo creyeron. La ruina era tan visible que hasta su madre sabía que un día sucedería algo terrible. Por eso, cada vez que pasaba por allí, miraba a ese tejado de madera desquebrajado. ¿Cómo no iba a poder haberse evitado? Siguieron insistiendo, pero sus visitas al ayuntamiento ya no eran tan bien recibidas: «Miren, lamentamos lo de su madre, ya se lo hemos dicho; pero es que no podemos hacer nada. Es como si ahora salen ustedes a la calle y les cae una maceta encima. ¿Qué culpa tenemos nosotros? ¿No tendría por casualidad su madre un seguro de vida?».

El hijo lanzó un puño al aire, pero el otro lo agarró y se lo llevó de allí. Fueron a casa de su madre a recoger unos papeles; vieron en el buzón que sobresalía un papel de color sepia. Era un informe técnico que alertaba desde hacía varios meses del peligro de derrumbe de la vieja cárcel. Alguien, de buen corazón, se lo había hecho llegar. Por pura justicia. Al día siguiente tramitaron la denuncia en el juzgado. «Mamá, lo hacemos por ti».

Esto es ficción. Pero ocurre que, a veces, la realidad supera a aquélla. Luego vienen los lamentos. Cuando ya es tarde.

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