Opinión

Un país viejo

Imos para vellos. En Ourense, en Galicia y en España. No hay manera de que la peña se ponga a parir. Hijos, se entiende. Claro que quien haya pasado por el trance de ser padres sabe de sobra a estas alturas que ni pan ni gaitas debajo del brazo. Lo que traen las crianzas son desvelos, preocupaciones, miedos, en la mayoría de los casos infundados, y pérdida definitiva del escaso tiempo que antes teníamos para nosotros mismos. A cambio, qué les voy a decir yo, nada como contemplar al crío cuando  duerme, nada es comparable a abrazarlos, a besarlos, a dormir con ellos, a sentir su vida temprana bullir, nada como notar su cariño, su amor idolatrado... Nada se puede comparar a la maravillosa experiencia de ser padres.

Pero se comprende perfectamente que en estos tiempos las parejas no estén mucho por la labor de traer niños a este mundo. Si en la época del "baby boom" español de los años cincuenta y sesenta lo suyo era casarse bien jóvenes, como medio para salir de la casa paterna, y ponerse a parir sin tregua hasta que el cuerpo o el bolsillo aguantase, ahora el cuento es bien distinto: nos casamos (o arrimamos) pasados los treinta; aparcamos definitivamente la aspiración ilusoria de ganar 1.000 napos al mes, lujo inalcanzable; vivimos como podemos en un modesto apartamento de rentas asequibles, ya que ni siquiera podemos embarcarnos en aquellas preciosas hipotecas vitalicias propias de la época de la burbuja (o estafa) inmobiliaria; y cuando pasado el tiempo uno consigue una endeble, precaria estabilidad (disculpen el oxímoron) ya no tiene el cuerpo ni las ganas para demasiadas florituras, y con un hijo que corretee por el día y lloriquee por las noches es más que suficiente. Y es que el número de hijos por mujer en España anda en torno a uno 1,30, cifra lejana a la tasa de reposición (2,1 hijos) necesaria para mantener la población estable.

Claro que no todo han de ser desventajas en esto de no tener hijos. Su lado bueno es que España cada año que pasa pierde población, lo que, lejos de ser una desventaja, es clarísimo síntoma de prosperidad y de eficiencia en el gasto público: efectivamente, si cada vez somos menos y cada vez hay menos jóvenes, la tasa de desempleo bajará a marchas forzadas, lo que ha de redundar en un ahorro del erario destinado a prestaciones de desempleo; en segundo lugar, como se va a tener que retrasar indefectiblemente la edad de jubilación, el coste sanitario y farmacéutico bajará (no se podrá permitir el viejo el lujo de caer enfermo si está trabajando), y también descenderá el gasto público en pensiones, ya que vamos a tener que currar hasta la tumba al no haber chavales que trabajen para pagar nuestros míseros retiros.

Igualmente, si se mantiene esta tendencia poblacional, en pocos años podremos reducir el superfluo e inútil gasto en educación, pues sobrarán profesores y faltarán alumnos, así que terminaremos con esa mamandurria (que diría la ínclita Esperanza) de becas y de ayudas para comedores escolares y libros. Por tanto, si yo fuera un implacable gestor tecnócrata de lo público, estaría encantado de mí mismo con esta bajísima tasa de natalidad, pues con una coartada perfecta le estaría metiendo una estocada mortal  a los tres pilares básicos del Estado de Bienestar: sanidad, educación y prestaciones sociales. Sin apenas esfuerzo.

Pero ojo al reverso de la moneda: en pocos años necesitaremos mano de obra barata para oficios que hoy consideramos de segunda; rezaremos para que esos que hoy miramos con desprecio, esos que tratan de llegar a nuestro país escapando de hambrunas y guerras, se instalen aquí para que, con su trabajo, aseguren nuestra jubilación. Hasta que puede que entonces, qué cosas, los recibamos con los brazos abiertos.

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