Opinión

Aroma de chocolate

Un postre de chocolate.
photo_camera Un postre de chocolate.

Florentino López Cuevillas consagró un hermoso trabajo al tema del chocolate, en Cosas de Orense. Anota que fue en el siglo XVIII cuando el chocolate se aclimató entre los gallegos, considerándose por todas las clases sociales, incluido también el campesinado, como un alimento exquisito. Pero el hecho de que hubiese gozado de mucha estima no se puede interpretar como un signo de que su consumo estuviese ampliamente generalizado ya en esta centuria, entre los sectores populares. De hecho, las relaciones de “Frutos Civiles”, en la década de 1780, revelaban lo infrecuente que era su adquisición por parte de los campesinos, quienes lo cataban alguna que otra vez con ocasión, sobre todo, de remediar sus dolencias.

En el siglo XIX el chocolate estaba presente en las casas aldeanas ya con mayor frecuencia. Resulta reveladora la presencia en los medios populares de chocolateras de barro construidas en talleres artesanos, tal como señala Xaquín Lorenzo. Además, en el cancionero popular gallego del siglo diecinueve el chocolate aparece mencionado en numerosas ocasiones, como en esta cantiga, recogida por el folclorista Pérez Ballesteros: “Al que me ayude a cantar / le he de dar chocolate; / y al que no me ayudare / un veneno que lo mate”.

No tardó en aparecer un oficio de cierta itinerancia: el de molendero, que como el aguardentero ofrecía sus servicios de casa en casa. Pero a diferencia de este, no solía ser el chocolatero un profesional independiente que trabajara por cuenta propia. Lo habitual era que desarrollase su actividad en un taller de chocolate y que se desplazara cuando eran requeridos sus servicios a domicilio. Con la ayuda de una caballería, generalmente llevaba consigo el metate y lo instalaba en la cocina vieja provista de lareira, que conservaban muchas de las casas principales, para ponerse a disposición de la señora, teniendo que atenerse a la receta casera que ésta atesoraba como una marca de la idiosincrasia de la familia. Cuevillas señalaba que, ya antes de que los clientes y sus invitados saboreasen el peculiar estilo de este chocolate casero, todo el edificio se percataba de la buena nueva a través del olor a cacao y a canela que trascendía desde la cocina.

Las factorías chocolateras que preparaban la pasta valiéndose de procedimientos mecánicos aparecieron en Galicia en las postrimerías del siglo XIX. Sin embargo, por aquellos años, la elaboración artesanal, “a brazo”, parecía gozar de mayor predicamento público que la producida con maquinaria moderna. Y es que aún había por entonces personas nostálgicas que añoraban el chocolate “hecho a brazo”. El propietario de una fábrica de chocolate, Joaquín Rodríguez Pérez, cansado de escuchar el comentario de algunas de sus clientas en el sentido de que su chocolate estaba bien, desde luego, pero que parecía como si le faltara algo, quizás algún ingrediente, el alma o el carácter que adquiría el chocolate “de brazo”, les respondió que, en efecto era así: con la maquinaria moderna se conseguía una mejor emulsión, mayor homogeneidad, suavidad e higiene de la pasta pero que, en cambio, no era posible evitar que careciera de un componente que sin duda hacía más humano aquel otro chocolate: las gotas, a veces chorros, de sudor de los operarios. Emilia Pardo Bazán era perfectamente consciente de tal avatar y lo evoca en un relato, con naturalidad y sin dar muestras de remilgos: en sus tiempos de chiquilla el chocolatero iba a su casa a moler el chocolate a brazo, y entonces “nos tomábamos, desleídas en la jícara del Caracas, gotas de humano sudor”. Conviene tener en cuenta que estos operarios efectuaban su trabajo arrodillados ante las piedras curvadas en las que se realizaba la molienda, con el cuerpo inclinado sobre ellas, de tal manera que tenían su frente en la vertical en que se situaba la pasta. En tan incómoda posición debían realizar un notable esfuerzo, moviendo de un lado para otro el rodete, hasta lograr fundir la dura materia del cacao calentado por la piedra, pues hay que señalar que debajo de la misma era preciso encender un buen fuego. Como consecuencia de los esforzados movimientos físicos que la operación requería, atizado el cuerpo del trabajador por el fuerte calor que despedía la pasta, sudaba copiosamente y, claro está, las gotas desprendidas de su frente iba a parar directamente al chocolate.

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