Opinión

¡Me pido el carozo!

Cuando ya se avecina el otoño, tiempo de higos y nueces -regalo que nos otorgan los dioses para compensar nuestro pesar por la pérdida del verano-, hay que ir pensando en abrigarse.

Mucho frío se ha pasado en las casas, yendo por los caminos, trabajando en los campos y guardando el ganado en el monte, reunida la gente alrededor del fuego de la lareira, especialmente en la Galicia interior y con particular acuidad en las parroquias de montaña. E incluso, en aquellos inviernos interminables y hostiles, también en los talleres y fábricas en las localidades de clima más amable como son las de las Rías Baixas, pongo por caso. Manuel García Barros (1876-1972) recordaba que a los trabajadores se les llenaban la piel de sabañones, cuando trabajaba en una imprenta de Vigo: “El local era frío y húmedo, y yo, friolero por naturaleza, no quiero acordarme de lo que allí sufrí. Se me llenaron de sabañones los pies, las manos y las orejas. En las manos se me había abierto cada resquebrajadura que horrorizaba”. Cuando ya no aguantaba más con el frío, la única manera que tenía para calentar algo las manos era acudiendo al retrete, donde las podía tener un rato metidas en la faltriquera. “Pero esto de que hiciera algún alto en el trabajo desagradaba al jefe que vigilaba constantemente a los trabajadores con mirada inquisidora”.

Con el cambio climático, la temperatura se suavizó, la gente va mejor abrigada y son menos los que trabajan a la intemperie. Pero sobre todo suele haber hoy calefacción en las casas. La situación es bien distinta y contrastante, como se aprecia fácilmente en este paralelismo: “(...) acabo de caer en la cuenta, un año más, de que ahora no hay sabañones torturando nuestras manos. Ya no tenemos sabañones como cuando algunos de los que andamos alrededor de estos otros días éramos chavales. Entonces, el tiempo se medía también así. El cuco marcaba el inicio de la primavera, los sabañones nos confirmaban el invierno. Pues bien, ya no los hay. ¿Que no haya sabañones, será cosa del cambio climático o de la alimentación? (…) A lo mejor lo que sucede es que juzgo yo desde Brión y no desde A Gudiña, por poner un caso y resulta que por el Ourense más alto aún se dan y martirizan”. El autor de esta evocación, -que no es otro que el notable escritor, tan reconocido como criticado, a veces con excesiva acrimonia-, Alfredo Conde, ha aportado remembranzas verdaderamente interesantes, extraídas de su propia experiencia vital; verbigracia esta: “Cuando yo era niño en la capital de las Burgas, hace mucho tiempo, tanto que aún se desplumaban los pollos a la vera de ellas, después de escaldarlos bien escaldaditos sumergiéndolos en sus aguas hirvientes, en aquel entonces, los sabañones atacaban mayormente las manos de los niños que se veían peor alimentados”.

Los críos estaban también peor abrigados y pasaban más frío en los duros y lluviosos inviernos. En el patio de los colegios públicos las maestras -que eran más observadoras y se fijaban más que sus compañeros varones- captaban nítidamente esta “brecha epitelial”, precursora de la digital. Y todavía advertían otra disparidad entre los chavales, ajenos a todo lo que no fuera el juego, corriendo arremolinados en la persecución de un balón. Algunos profesores lúcidos, como Conde, repararon también en que: “En el colegio, los niños ricos llevaban manzanas y los pobres tenían que conformarse con pedirles el carozo, y sentir envidia”. Se puede concluir, pues, que los sabañones y las manzanas estaban repartidas en relación inversamente proporcional al estatus social de los pequeños: a mayor nivel, menos sabañones (y más manzanas), y viceversa.

Neira Vilas narraría una historia en la que Lelo, un niño vestido con las ropas gastadas que heredara de su hermano mayor y adaptara su madre con la ayuda de una costurera, tenía un trompo hecho de pino en la mano -salpicada de sabañones-, dispuesta para echarlo. Era el tiempo de recreo y estaba en el patio del colegio donde se juntaba un grupo de chicos -uno de ellos con picaduras de viruela en las mejillas- arrojando los trompos en un círculo dibujado en la tierra con la cuerda de uno de ellos. Cerca de él, otro niño se aprestaba a tirar su trompo de indestructible boj. Cuando Lelo vio que sacaba del bolsillo del pantalón sin remiendos -no como el de Lelo-, una manzana que llevó a la boca, dándole un buen mordisco, le dijo con premura: ¡Me pido el carozo! El niño interpelado, replicó: “Está bien, te lo voy a dar, pero tienes que venir de portero en nuestro equipo, y no con el de tus amigos del barrio, que tú paras muy bien”. ¡Nada es gratis!

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