Opinión

La patata, la tierra y el cielo

Espero no pecar de chauvinista dando por buena la tesis forjada por Antonio Meijide Pardo consistente en que la patata entró en España por Galicia. En las Memorias del Arzobispado de Santiago, de Jerónimo del Hoyo, se indica que, cuando menos en Herbón (¡la tierra del pimiento!), se plantaron patatas ya en el siglo XVI. Empezamos, pues, pronto, pero tardamos mucho tiempo en convertirnos en “los comedores de patatas” entusiastas -expresión con la que Manuel Rivas tituló un libro- en que nos hemos convertido en nuestros días.

Lo que dificultó la expansión del tubérculo por estos pagos no fueron tanto los obstáculos materiales y objetivos (puesto que fue desde el principio un cultivo muy bien adaptado y productivo), como los de índole subjetiva, anclados en el terreno de las mentalidades colectivas: singularmente el apego del campesinado gallego a los valores tradicionales y su marcado conservadurismo en lo que atañe a sus pautas de consumo. En un principio había quien lo utilizaba como planta ornamental y pocos aldeanos tenían el menor interés de comerlo, empleándolo preferentemente como forraje para el ganado. 

Conviene tener en cuenta que muchos pensaban entonces, de acuerdo con el imaginario de la época, que los frutos nobles no crecían debajo de la tierra, sino a plena luz del sol, e incluso consideraban que, cuanta más altura llegaran a alcanzar, más celestiales resultaban. En este sentido, la denominación que recibe la patata en francés -la lengua, por cierto, del agrónomo Parmentier- ilustra con claridad esta connotación semántica: la patata, o pomme de terre, se situaba en contraposición a la manzana, pomme du ciel. También constituyó un obstáculo el característico sabor amargo del tubérculo, mucho más acentuado que las variedades que se impusieron después, fruto de una selección de especies. Por cierto que nuestros emigrantes en América tuvieron gran afición a retornar trayendo consigo variedades nuevas, incrementando de este modo, con la patata, la genuina biodiversidad que caracteriza al reino de Galicia.

Todavía se pueden consignar otros factores que perjudicaron la reputación de las patatas, obstaculizando su propagación: su aspecto terroso, de cultivo subterráneo que evocaba el Averno, el almacenamiento deficiente, una culinaria poco desarrollada, caracterizada por una condimentación escasamente cuidada (la sal estaba estancada y resultaba muy caro salgar los cachelos). Al fin y a la postre, corrieron algunos rumores sobre ciertas enfermedades misteriosas asociadas al tubérculo. De este modo, todavía a mediados del siglo XIX, muchos no habían superado la repulsión que les inspiraba, y consiguientemente la cultivaban poco, en particular en determinadas parroquias de la Galicia costera.

No hay duda de que hubo un factor que ayudó a superar las resistencias de los más remisos: la precariedad. El hambre que afectó a los labradores contribuyó a la difusión del tubérculo, la cual coadyuvó de manera significativa a desterrar las hambrunas que se producían episódicamente.

De este modo, tras superar la repulsión que les inspiraba al comienzo, los campesinos se decidieron a sembrar la patata con gran profusión y se atrevieron a incorporarla de manera plena su dieta, que ya no dependió tanto del pan de centeno. Este hecho constituyó uno de los factores primordiales del notable crecimiento de la población que experimentó esta zona. En consecuencia, en la Galicia lucense y también en la ourensana, la patata desempeñó un papel conspicuo en la alimentación, particularmente en el transcurso de la segunda mitad de la centuria ilustrada, cuando se consiguió obtener una segunda cosecha de castañas de Indias merced al empleo del abonado intensivo.

Suele acontecer que las innovaciones agronómicas y la introducción de nuevos cultivos e incluso la asunción de ciertas prácticas de consumo, que disfrutan de respetabilidad o bien están avaladas por la ciencia y la moderna tecnología, son asumidas primeramente por las capas sociales más acomodadas e instruidas. Ahora bien, en lo que concierne a la patata, la dinámica innovadora no se desarrolló con arreglo a este patrón. O cuando menos no de una manera exclusiva. Es bien cierto que, en determinadas fases del proceso, y en algunas zonas concretas, los sectores prominentes de la sociedad, y también las autoridades, enarbolaron la bandera de la renovación.  Sin embargo, en muchas localidades tuvo lugar un proceso de signo bien distinto, incluso hasta cierto punto contrapuesto: fueron los bodegueros más pobres los que, por carecer de alternativas y tener un paladar menos exigente, asumieron el protagonismo.

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