Cartas al director

Conversaciones en Outariz. Felices sueños

Los niños sueñan; los viejos dejan claro  que “los sueños, sueños son” .

Sentados en el agua de la charca termal, mi amigo René insistía en contarme algo. Torciendo mi cabeza, intuí que él sentía como una necesidad apremiante de comunicar. Te escucho, adelante, soy todo oídos –le dije amistosamente.

Residía entonces –comenzó- en el pequeño, pero atractivo y soleado pueblo de Sobrado de la Peña en las estribaciones de las montañas palentinas. Como hijo soltero, me encargaba del cuidado de mi achacosa madre, ya avanzada en edad. En aquellos días, su salud había decaído significativamente y era prudente que yo estuviera al tanto de cualquier tipo de atención urgente, durmiendo cerca de ella. Con este objetivo, ideé una razonable solución y me decidí a llevarla a cabo inmediatamente.

Bajé a la capital y busqué el primer comercio que supiera algo sobre camas turcas -así llamábamos a aquel tipo de lecho, plegable durante el día y extensible en la noche. Una señora muy amable me orientó a una cercana tienda que podría satisfacer mi necesidad. Y dio en el clavo. Topé, nada más traspasar la puerta, con un joven que portaba en su traje de faena el eslogan “Felices sueños”. La cosa iba bien, tenía a mano mi objetivo. -Mire esta cama turca satisfará sus deseos. Es barata, sólo cuesta dos cinco… Quiero decir 250 euros –salta el mozo, halagado por la más que posible compra.

Volví a Sobrado de la Peña con mi botín. Organicé todo adecuadamente en la habitación de mi mamá, y me dispuse a acompañarla aquella noche. Ambos dormimos a pierna suelta, gracias a Dios. Y soñé, soñé envuelto en felices sueños. Mi cama turca, embalada adecuadamente para el transporte, se había abierto sorpresivamente, ella sola, y se convirtió en un artefacto volador. Acomodado sobre sus alas, me sentí feliz, como un niño con zapatos nuevos. Ahora, volaba sobre las soleadas colinas rocosas de Sobrado de la Peña, saludando a la gente, tan pequeñita allá abajo. Y les iba deseando felices sueños, porque de repente, como solo sucede en los sueños, se hizo de noche. Para mí, también era hora de aterrizar e irme a dormir.

Por mi parte –tal como sólo sucede en los sueños-, me encontré, de repente, acostado al lado de mi madre, porque la cama turca de nuevo se había convertido en cómodo lecho. Ella dormía placenteramente, y yo estaba junto a ella, mientras, felices, nos desplazábamos ambos por los reconfortantes senderos de Orfeo. Y, convirtiéndome en filósofo soñador, me preguntaba a mí mismo: ¿Será verdad que los niños sueñan y que los viejos reafirman que “los sueños, sueños son?