ÁGORA ECONÓMICA

Ni hablar de peluquín... o sí

January 18, 2016: An illustration of a portrait of Republican Presidential Candidate Donald Trump on national flag background textured by concrete wall surface
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En 1991, el escritor Bret Easton Ellis publicó el best-seller American Psycho. Un retrato del Nueva York de los 80, cuyo personaje principal es un yuppie, Patrick Bateman, con rasgos psicópatas y obsesionado por destacar en el entorno financiero y en el mundo de las ambiciones desmedidas que rodeaba Wall Street por aquel entonces. En esa búsqueda continua y maníaca de lo más exclusivo a la hora de consumir y exhibirse, siguiendo hasta el paroxismo las tendencias en el vestir o la identificación de los cambiantes restaurantes y lugares de moda, aparece citado en toda la novela un  nombre de referencia: Donald Trump. Si el protagonista coincidía con el look o los lugares que frecuentaba el magnate, era para él sinónimo de haber acertado.

Por aquel entonces Trump era un tipo atlético y bienhumorado, poco estridente y con un tono agresivo en los negocios pero conciliador en el lenguaje y en gran medida apolítico en todas las declaraciones y entrevistas de aquella época en las que se tocaba algún tema de opinión. Amigo personal  años más tarde de los Clinton se consagraba por aquel entonces a una imagen elitista y cosmopolita.

El icono de la época en los 80, símbolo de los “ganadores” dentro de una élite impenetrable y alejada de la gente común, nada tiene que ver en las formas con el inflado y caricaturesco líder de los nuevos “perdedores” de la globalización en Estados Unidos que le han aupado como presidente. Un personaje delirante cuyo pelo semeja un peluquín al que nadie parecía tomar en serio pero que ha sabido capitalizar el voto del descontento, arrasando en apoyos dentro de la clase blanca con una edad superior a los 45 años, sobre todo de bajos ingresos y residente en el Medio Oeste y en el declinante norte industrial. Pero este fenómeno, que podríamos denominar factor Trump, es más complejo y trascendente de lo que parece.

En el mundo parecen estar emergiendo dos tendencias a la superficie, una envuelta en proclamas de corte ultranacionalista, con discursos más bien testosterónicos basados en valores de esencia, a veces incluso neofascista, con rasgos muchas veces xenófobos en lo social y proteccionistas en cuanto a las fronteras económicas, con Trump, Putin o  Farage como algunos de sus exponentes mediáticos. Por otro, una corriente más conforme con la globalización y el mestizaje en ausencia de fronteras, sobre todo comerciales, con un toque de liderazgo de apariencia más dialogante y cooperativo (casualmente encarnado por una mujer, Hillary Clinton, en el último desenlace de este choque pseudoideológico). Esta confrontación vivida ya con el Brexit, se adivina desde hace tiempo con el auge de los partidos radicales y el tono populista de los mensajes políticos y ha tenido el colofón con la bronca y reñida campaña de las elecciones americanas, pero también tiene que ver con la falta de pulso y de capacidades de los representantes de la ortodoxia más abierta, que deja entrever un creciente grado de corrupción de valores y de falta de ideas para lograr un nuevo modelo de cohesión social. Posiciones a priori contrapuestas entre lo que se considera en términos gruesos el establisment, da igual si es a derecha o a izquierda, y lo que también se denomina ahora en términos globales populismo, con sus distintas variantes.

Tras esta puesta en escena hay un mar de fondo que esconde las contradicciones, sobre todo económicas, del nuevo siglo. El declive demográfico de occidente, la desigualdad creciente, la robotización que amenaza las condiciones del trabajo poco cualificado, la falta de referencias y pérdida de posiciones de la clase media de los países desarrollados, etc. son síntomas de que algo está chirriando en la sala de calderas del modelo productivo. Si a esto añadimos el abuso general de los mensajes simplistas para afrontar retos complejos por parte de la mayoría de los líderes y representantes de la sociedad a distintos niveles y en distintas partes del mundo,  el motor puede quemarse sin que siquiera haya puesta una marcha clara de progreso.

En lo más relevante a corto plazo hay que señalar la amenaza de que bajo el discurso ultranacionalista se rompa Europa y que la victoria de Trump acelere este proceso. Si la ola nacionalista se vuelve imparable, y todo parece ir en esa dirección, por lo menos podría haber alguna corriente que aprovechase esta inercia para, siendo cuando menos prácticos, generar un nuevo sentimiento a nivel europeo y crear una patria a escala supranacional, valga la paradoja. 

Sin embargo, lo más probable es que estemos viviendo una etapa de transición en la que ni líderes como Trump podrán cumplir gran parte de su discurso, ni los partidarios de la globalización más ortodoxa podrán continuar sin renovar o repensar sus postulados.

El autor de American Psycho ha declarado hace unas semanas que hoy el pijo Patrick Bateman despreciaría a Trump y ya no lo vería chic en Manhattan. En todo caso el magnate ha sabido reinventarse y ha buscado su público. Lo que no sabemos es si representa una moda efímera o un nuevo valor sociológico. Lo seguro es que Trump dibujará la tendencia porque es un intérprete del momento, de lo que la gente quiere oir, de la necesidad de sentirse idolatrado, cambiante, amoral y oportunista, un comandante en jefe o un bravucón patético según quien lo mire. Un showman del Star-System de la nueva era.

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