Dos reyes en busca de la inmortalidad

Chin Shiguandi, el primer emperador de china, buscó por todo el mundo conocido la fórmula de la inmortalidad

Shiguandi, soberano de Chin, uno de los cinco reinos, logró unificar, a sangre y fuego del llamado Imperio del Medio y así fue proclamado como el primer Hijo del Cielo. La China que conocemos es en buena parte obra suya. Comenzando por el nombre actual del país. Además,  ordenó construir la primera Gran Muralla con el esfuerzo de miles de hombres, que dejaron su vida. También suya es la tumba de Xian donde se encontró el ejército de terracota encargado de velar eternamente a su jefe supremo.

El sepulcro está localizado, en un túmulo situado próximo y donde según la tradición habría un río de mercurio y trampas para impedir llegar hasta  el cuerpo embalsamado de Shiguandi, si bien el Gobierno de Pekín se ha negado a abrirlo alegando toda clase de excusas. Lo más probable es que se trate de una manifestación del tradicional culto a los muertos. De una u otra forma, Chin Shiguandi ganó sobradamente su lugar en la eternidad. china

Una vez en la cima del mundo, el primer emperador se empeñó en buscar cómo escapar de la muerte y prolongar su vida. Estaba convencido de que alguien conocía el secreto y ordenó a sus hombres que rastrearan el país en busca de un sabio que tuviera la llave de la inmortalidad. Envió a su hechicero Xu Fu en una flota más allá del mar con 500 hombres y mujeres en busca del elixir. Parece que llegaron a Japón. Finalmente, logró unas píldoras que provocaron el efecto contrario: contenían mercurio y a los 49 años falleció. Poco antes, notándose enfermo, emprendió un último  viaje en busca de las legendarias islas de los inmortales (las Zhifu), que halló. Pero en vano. En 210 antes de Cristo (Roma estaba en ese momento en plena Guerra Púnica), fallecía. Su hijo le sucedería, pero duró poco. Ni siquiera logró afianzar su dinastía ante el malestar del pueblo chino con el emperador, cruel. Pero su fama es imperecedera.

Muchos siglos antes, Ramsés II eligió otro camino para asegurarse la inmortalidad. Optó por dejar una huella indeleble en piedra de su paso por la tierra y al mismo tiempo convertirse en Dios viviente, y con ello, inmune a la muerte. Lo primero lo logró con un programa exhaustivo de construcción de grandes monumentos, cuyo colofón sería el templo de Abu Simbel, donde él mismo se colocó en la puerta en cuatro gigantes que allí siguen. Además, decidió borrar a sus predecesores de muchos edificios y colocar su nombre. Así, todavía hoy Egipto está lleno de Ramsés, en jeroglífico, desde el Norte hasta el Sur. 

En cuanto a lo segundo, a su deificación, no se anduvo por las ramas. En el santuario de Abu Simbel ordenó su representación al lado de los tres principales dioses egipcios, Ptah, Amón y Ra, en igualdad de condiciones. Además, Ramsés vivió hasta más allá de los 90 años y era pelirrojo, características que acabaron por convencer a sus súbditos de la divinidad del faraón. Pero hacia 1.200 antes de Cristo, falleció y fue enterrado en su soberbia tumba en el Valle de los Reyes. Que como todas, fue violada y saqueada.

Unos cien años después, su sarcófago fue extraído del hipogeo por sacerdotes y trasladado a un lugar oculto entre las rocas del desierto. Un éxito: pasaron casi 3.000 años hasta el descubrimiento del nuevo sepulcro real. Su cuerpo fue trasladado a El Cairo, con el de otros faraones que también habían sido escondidos en el mismo lugar, en una peregrinación por tierra y el Nilo acompañada de miles de egipcios que honraban a sus viejos reyes. Hoy Ramsés aparece en los billetes de Egipto y su cuerpo se exhibe en una sala del Museo del Cairo, donde se puede estar cara a cara con el hombre que quiso burlar a la muerte.
 

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